Cuando yo estaba en activo y ejercía mi profesión -el periodismo- muy rara vez informábamos de lo que acontecía en los juzgados tal vez porque no se producían hechos que trascendieran a la sociedad; no como ahora, que cada dos por tres surgen vistas digamos de interés general, como los casos de corrupción, tráfico de drogas, divorcios de famosos, crímenes, insultos, impago de impuestos a la hacienda pública…

Circunscribiéndonos a Málaga tenemos casos tan sonados como el desfalco de Marbella, las construcciones ilegales, los famosos que van a la cárcel por robo o por eludir el pago de impuestos… En cualquier medio informativo hay al menos un redactor encargado de la crónica de Tribunales.

La primera vez que acudí al Palacio de Justicia de Málaga (el edificio donde hoy está el Archivo Municipal, en la Alameda Principal) fue por un hecho que conmovió a la ciudad: se iba a celebrar la vista contra el presunto asesino de su esposa (entonces no se llevaba lo de compañera sentimental). La acusación particular pedía pena de muerte para el acusado. Hacía años que en la Audiencia de Málaga no se producía un hecho similar: pena de muerte.

Asistí como informador a la vista. La sala se llenó de público, el abogado defensor -Andrés Oliva García- tenía que rebatir por los medios legales la casi insólita petición, habían sido citados numerosos testigos…

Recuerdo que hubo cierto revuelo cuando el ujier anunció ¡Audiencia Pública! Todos los curiosos irrumpieron en la sala hablando en voz alta… e incluso accedieron a la sala los testigos, acceso prohibido pero nadie les advirtió que no podían entrar en la sala hasta que se requiriera su presencia.. El presidente del Tribunal, cuando llamó a uno de los testigos y descubrió que estaba en la Sala expresó su disgusto.

Muchos de los asistentes se desilusionaron al comprobar que lo que estaban viendo no tenía ninguna relación con los juicios de las películas norteamericanas con fiscales de torva mirada, abogados defensores que defienden a sus clientes a gritos y teatrales aspavientos, que a los testigos no se les advierte que tienen que decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad… y otros latiguillos que no responden a la realidad, por lo menos en la administración de la justicia española.

Antes de pasar a otra rúbrica agregaré que no se le condenó a muerte y que el autor de la muerte de su esposa fue condenado a no recuerdo cuántos años de prisión, que no cumplió porque falleció a los pocos meses de ingresar en la cárcel.

Las cabras se lo comieron todo

En otra ocasión acudí a un juicio de faltas. El acusado era un cabrero. Había sido denunciado por el propietario de una huerta porque su rebaño invadió su propiedad y las hambrientas cabras se comieron las lechugas, zanahorias y qué se yo.

En aquella época, las cabras de Málaga capital pastaban en el Guadalmedina, limpiando el cauce de matojos. Otros lugares escogidos por los cabreros eran los arroyos Jaboneros, La Caleta, Pilones, Gálica…Sus rebaños cumplían con la obligación de dejar mondos y lirondos los arroyos porque entonces no se arrojaban a los cauces lavadoras, frigoríficos, televisores inservibles…, ni siquiera plásticos porque todavía no se había inventado el plexiglás y todas las variedades que hoy inundan hasta los océanos y mares. Ahora, las cabras, estabuladas, no se comen las hierbas de los arroyos, y las que crecen de forma salvaje dificultan el desagüe cuando se producen lluvias torrenciales. La tarea que realizaban las cabras ahora la asume la Junta de Andalucía… o debe asumirla porque todos los años se reclama la limpieza de los arroyos.

Volviendo al cabrero acusado por el desaguisado de la huerta del denunciante, alguien, antes de empezar la vista, le dijo que no se preocupara, que el juez era una buena persona.

Efectivamente, durante el juicio, el juez más o menos le preguntó al acusado:

-¿Es cierto que alguna de sus cabras invadió la propiedad del denunciante?

-¿Alguna? ¡Qué va, todas!

-Según parece sus cabras se comieron algunas hierbas de la huerta?

-¿Hierbas? ¡No! Se comieron todo; las lechugas, los pimientos…

El juez se vio en la necesidad de condenar al cabrero a indemnizar al denunciante por los daños causados en su huerta. Cuando oyó la condena, el cabrero exclamó:

- ¡Leche! Y me habían dicho que el juez era una buena persona.

Un testigo

En otra vista en la que yo no estuve presente pero me contó un fiscal amigo mío, el testigo que había presenciado la discusión de dos personas por un accidente de tráfico, fue llamado a declarar. Tuvo, digamos, la mala suerte de haber estado presente en el acto, por lo que se vio obligado a acudir al juzgado a declarar. Al parecer, por esas cosas que pasan con cierta frecuencia el testigo ocular acudió al juzgado de mala gana por tercera vez porque las dos citas anteriores fueron infructuosas por la incomparecencia de una de las partes.

Cuando fue invitado a declarar, el juez, antes de preguntarle sobre el hecho que se juzgaba y del que él había sido testigo le formuló una pregunta obligada sobre si tenía amistad o relación familiar con alguno de los dos acusados.

El testigo, sin inmutarse, respondió: «Por mí, que le den por culo a los dos».

Ante tal aseveración, el juez dijo que era evidente que el testigo, por la respuesta expresada, no tenía relación ni vínculo familiar con ninguno de los dos, pero que por falta de respeto a la Sala se le imponía una multa de 50 pesetas.

Ya me ha enseñado...

Otra historia, también relatada por mi amigo el fiscal, que no era de mirada torva sino un hombre normal y corriente que ejercía su profesión con honestidad pero no reñida con el sentido del humor, se remonta lo menos a cuarenta años atrás.

Un señor de Málaga se vio envuelto en un caso, como se dice vulgarmente, de cárcel. No entro, porque lo ignoro, si era o no culpable del delito que se le acusaba.

Cuando se fijó la fecha de la vista y por lo tanto el juez que iba a presidir el tribunal, el señor en cuestión, utilizó a su querida (hoy, compañera sentimental), para intentar seducirlo.

La querindanga, que estaba de buen ver, visitó al juez con ánimo de convencerle de que su hombre era inocente del delito que se le acusaba, que era un malentendido, que era víctima de terceras personas…

Todas estas explicaciones en defensa del acusado iban acompañadas de sugerentes movimientos, miraditas, posturas insinuantes…, hasta que el juez, sin perder la tranquilidad que le caracterizaba, le espetó: «Señora, ya me ha enseñado la teta derecha; aunque ahora quiera hacerlo con la izquierda, le adelanto que no tiene nada que hacer».

Las crónicas de Alberto Peláez

Durante varios meses, en la desaparecida Hoja del Lunes de Málaga, editada por la Asociación de la Prensa, un abogado malagueño, Alberto Peláez Domínguez, escribió unas deliciosas crónicas de tribunales, en las que relataba con conocimiento por su licenciatura en Derecho y abogado en ejercicio casos juzgados en la Audiencia de nuestra ciudad. Sería curioso recuperar aquellos textos y recopilarlos en una publicación que seguramente tendría una gran acogida. Peláez tenía un gran sentido del humor y contaba con gracejo los casos que elegía para su difusión.

Con independencia de su carrera, durante cuatro años fue miembro de la corporación municipal malagueña. Casi siempre llegaba tarde a los plenos del Ayuntamiento porque sus obligaciones como abogado en ejercicio le impedían ser puntual. En cierta ocasión llegó muy tarde la sala capitular, y nada más ocupar su escaño pidió la palabra y manifestó lo siguiente: «No sé de que asunto se está tratando, pero voto en contra».

¡Menudo castigo!

Uno se sorprende cuando lee que un individuo que quema la bandera española, o un retrato del Rey, insulta al jefe del Estado, ridiculiza las fuerzas armadas, pintorrea placas conmemorativas y actuaciones parecidas se va de rositas, o sea, que no le pasa nada, que no se le impone ni un castigo ni una multa.

Una cosa es la libertad de expresión y otra atentar contra la enseña patria. En Estados Unidos, por ejemplo, la bandera es sagrada, y en un país báltico (no recuerdo si Lituania, Estonia o Letonia) un par de indeseables españoles atentaron o se mofaron con la bandera de la nación y fueron detenidos y multados. En España, por desgracia, nada es castigado por un caso similar.

Un castigo ejemplar, ¡vaya castigo!, ocurrió en el hoy municipio más pujante de la Costa del Sol, Benahavís. Tres individuos, Lorenzo González, alias Pato, Mateo de la Cruz y Antonio González fueron fusilados por el «atroz delito de haber derribado la lápida de la plaza Real». Claro que esto ocurrió el 15 de septiembre de 1824.