Dicen, los que lo conocían, que todo lo que había logrado en la vida -una fortuna, una empresa, un consulado- se debía escrupulosamente a su esfuerzo y a su intuición para los negocios, pero, a simple vista, parecía haber nacido en una embajada, impecablemente vestido y tocado por la virtud -tan extraña en esta tierra- de la discreción. En los actos a los que era invitado, Baldomero Rodiles-San Miguel se situaba siempre fuera del campo de tiro de las cámaras, sin hacer ruido, cediendo los focos a otros, como si no quisiera hacer sangre y demostrar lo que todos sabían en el álbum imprescindible de los círculos del éxito y del poder: el hombre, entre los presentes, concejales y consejeros, incluidos, que tenía más mundo, mejores contactos y hasta más metros cuadrados de jardín.

Fallecido el pasado martes, después de una enfermedad, Baldomero Rodiles-San Miguel podría haber seguido con esa discreción hasta el final, si no fuera porque en sus últimos años le dio por introducirse en el mundo de la diplomacia. Fue entonces -primero, en 2007, con el cargo de cónsul de Panamá y desde 2012 compatibilizando el nombramiento con el de decano del Cuerpo Consular- cuando abrió amablemente su casa a los periodistas, la mayoría pertenecientes a una generación que no le había visto en esa otra aventura de constante maduración frente a las cámaras que fueron las elecciones municipales de 1983, en las que concurrió como candidato a alcalde del malbaratado CDS. De aquella experiencia, el empresario sacó mucho aprendizaje y pocas ganas de repetir, convencido con el tiempo de la capacidad de la democracia para dar protagonismo fuera de las moquetas oficiales y del primer sillón.

Esa certidumbre, al menos, en la parte pública de su vida, fue la que le llevó a involucrarse en lo que él mismo denominaba, con tacto de manual de ciencia política, como «la sociedad civil». Triunfador sin paliativos en los negocios, con una empresa de referencia, los laboratorios Brikensa, levantada en su juventud, Rodiles-San Miguel podría haber optado por ser uno de esos empresarios invisibles de los que sólo tienen constancia los aficionados a la información financiera y el primer y el segundo poder, pero quiso, sobre todo, complicarse las horas libres, participando activamente en las confederaciones de empresarios de Málaga y Andalucía y en organizaciones como la Asociación para el Estudio del Desarrollo Integral de Málaga. Su receta para el éxito era sentenciosa y sin matices: un 90 por ciento de trabajo y 10 de inspiración. Y, sobre todo, calidad. Una fórmula que sedujo a Panamá en la época de Martín Torrijos, que lo nombró cónsul honorario -recientemente la república centroamericana le había otorgado su máxima distinción-.

La relación del empresario con América Latina no entraña ningún misterio. A Rodiles-San Miguel los contactos le vienen de la época en que su empresa comenzó a agigantarse, obligándole a visitar tres veces al año todas las provincias españolas y a volar por encima del Atlántico una veintena de veces por temporada. Tanto viaje le hizo desarrollar aficiones acuáticas, incluidas las más osadas como el submarinismo, que compaginaba con otras más locales como la Semana Santa -fue hermano y benefactor de Fusionadas-. Nacido en Tetuán en 1951, recordaba de su infancia la peseta que costaba el tranvía desde El Limonar. Con una Málaga transformada, Rodiles San-Miguel reivindicaba proyectos como el corredor ferroviario y el saneamiento integral, además de una conexión por mar con Marbella. Que la tierra le sea leve y siempre en paz