­Las olas eran perros rabiosos. La madera, pese a su indudable solidez, sonaba ya a punto de ser despellejada. Todavía no había surcado la mar ni un sólo disparo, pero la destrucción extendía su humareda en el ánimo de los españoles. A ninguno de los altos mandos se le escapaba la espantosa certeza, Trafalgar tendría muchos e intrincados avatares, pero su final, con toda su iconografía oscura, se desplegaba antes de tiempo. Nadie, ni siquiera Nelson, hubiera podido imaginar que la batalla más importante de la historia comenzaría con una condena inevitable, provocada por una decisión, la de Villeneuve, que dirigió a las tropas francoespañolas hacia el centro de una ratonera insalvable.

Mucho antes de iniciarse el combate, la armada española se consumía en rezos y despedidas anticipadas. Javier Noriega, de la empresa Nerea, evoca al bravo cosmógrafo Dionisio Alcalá Galiano, con el pecho lleno de espuma y bajando al camarote para escribir una carta de despedida a su mujer mientras se preparaba la entrada en batalla. La suerte, recluida en el tablero previo de las tácticas y de la planificación, estaba inexorablemente echada y si lo sucedido con posterioridad acabó por convertirse en fuente de numerosos estudios no sería en exclusiva por un afán literario, sino por la capacidad de unos y otros para incordiar al destino y poner de vuelta y media las matemáticas de lo inevitable.

Noriega insiste en que, una vez en el agua, la coalición napoleónica tenía pocas posibilidades de ganar. La única opción consistía en disparar a las naves más laureadas del enemigo, buscando a tumba abierta el efecto desmoralizante. Los españoles y franceses no lograron vencer, pero consiguieron poner nervioso al enemigo e, incluso, desesperarle en su victoria, con el cadáver del almirante Nelson, auténtico héroe para los ingleses, regresando en una tarrina de vino de Jerez para enfrentarse al homenaje y las lágrimas de sus compatriotas.

La historia de España, país cainita y depredador de sus mejores nombres, está también plagada de infaustos dirigentes. Trafalgar sacó en escena a dos, probablemente de los peores: Dumanoir, que decidió huir al bordo del Formidable tras percatarse de la desventaja y el propio Pierre Villenueve, quien, desobedeciendo a Napoleón, resolvió precipitarse al encuentro poniendo en riesgo a uno de los ejércitos más temidos de la Europa decimonónica.

Mientras los ingleses tenían perfilada su estrategia desde dos meses antes, el frente francoespañol lo había dejado todo para el consejo de guerra de la víspera, con Villeneuve ignorando deliberadamente la opinión de los españoles, que recomendaban esperar a que pasara el mal tiempo y dejar que los ingleses se desgastasen a solas en alta mar luchando contra la tormenta. Villeneuve, responsable absoluto de las operaciones, tenía razones personales para lanzarse a la batalla: sus continuos errores e insubordinaciones le habían hecho perder la confianza de Napoleón. Un nuevo almirante viajaba ya a Cádiz para reemplazarle. Herido en su orgullo, el francés no quiso esperar, un poco como venganza, pero también, a la desesperada, intentando conciliarse con el emperador por el camino a menudo más difícil, el de los defenestrados que se convierten en héroes.

Pero las guerras en alta mar no son siempre cuestión de valentía; la pizarra manda. Los ingleses, con el viento a favor y distribuidos en dos columnas de ataque, reventaron la formación de media luna napoleónica. La gallarda cabeza de Alcalá Galiano, tan privilegiada, fue arrancada de cuajo por la bola de los cañones. Algunos historiadores echan parte de la culpa al mal estado de la flota española. Muchos marineros, como escribe Pérez Reverte, habían sido reclutados a la fuerza, arrastrados por el pelo desde el fondo grasiento de las tabernas. Sin embargo, la armada seguía siendo poderosa. Y la prueba está en el asalto al estilo Lepanto con el que Jacques Etienne Lucas logró herir de muerte a Nelson, que sucumbió por la insensatez de presentarse a la batalla plenamente identificado, con las condecoraciones brillando sobre la ropa. Alma insensata y de poeta la de Nelson, un hilo más de romanticismo en esa historia plenamente romántica que fue Trafalgar, con su quincena de barcos hundidos. El museo subacuático más valioso de la tierra.