En las calles todavía fisgoneaba, malhumorado y gris, el espíritu del franquismo. Hacía menos de una década que España había bajado, aunque no del todo, los brazos y las escopetas. El régimen asumía su podredumbre, que era un secreto a voces, y los nuevos aires se empapaban de esa lógica dual y esquizoide que desde los sesenta había dado forma a la avanzadilla de la costa; la armonía, más pintoresca que conflictiva, entre la cosa enmohecida del toro con sotana y los infortunados taparrabos de lunares que empezaban a dejarse ver, junto a las pantorrillas peludas, por las playas. La modernidad frente a lo rancio, la novena -por imperativo- frente al libertinaje. Todo llegando al paroxismo. Y más si por ahí aparecía Nina Hagen. Aquella noche de julio de 1984, si a la cristiandad le hubiera dado por terminar la romería en el campo de fútbol, en uno de esos espectáculos de masas con los que a veces sorprenden las tradiciones, el resultado habría sido mucho peor que un encuentro en la tercera fase. Gentes con el pelo verde, zarcillos, maquillaje masculino, laqueados ingrávidos, algo que, a vista del tiempo que quedaba atrás, resultaba a medio camino entre la enfermedad, los zombis y los asuntos, siempre mortecinos, de los rojos. Con un centro tonal, el de la cantante, además, incorregible, hecho de neopaganismo, descaro y encantamiento; sin duda, bufón y, a su manera, también diosa.

En su visita a Marbella a la artista alemana aún no le había hecho efecto aquella famosa ingesta de LSD que, con el paso de las décadas, le haría ver a Dios y convertirse al cristianismo con voracidad evangelizadora. Entonces, estaba en pleno apogeo de todas sus corrientes estrafalarias, decía cartearse con los extraterrestres, fingía masturbarse en televisión, había sido proscrita por la Alemania de los soviets. Y, sobre todo, mantenía una fuerza expresiva en el escenario de las que hacen época, con una oscuridad relampagueante que continamente giraba alrededor de sus gestos de histrión: tan medieval, tan moderna, tan barroca. Sin Nina Hagen la movida madrileña quizá se hubiese quedado en un expediente frutal y con flequillo. Y el rock, desde el glam al punk, habría perdido a uno de sus más originales referentes, con ese híbrido imposible entre teatro kabuki, ópera y guitarras susurrantes.

A Nina Hagen, su concierto en la Costa del Sol le resultaría una fecha más de acento inolvidable, pero para Andalucía significó, además, un motivo de trifulca. Y no a cuenta de su revolucionaria puesta en escena, sino del dinero que costó su actuación, que, al parecer, resultó 1,6 millones de las antiguas pesetas más barato en Marbella que en Sevilla, donde también cantaría en la misma semana. El Grupo Popular hispalense, en la época muy de José Manuel Soto y el tronío de la Semana Santa, puso el grito en el cielo, aunque no con tanta gracia como Nina Hagen, hacia la que una y otra vez acusaban los señores ediles veladamente de no ser más que un fantoche sin ninguna relación con el arte -se ve que eran, de oficio, musicólogos-. Incluso Isabel Pantoja -también catedrática in pectore- dejó escapar su animadversión al presentar uno de los vídeos de la cantante en su programa -se ve que no sólo Bertín, la tele, ya se sabe-.

A la artista -la gótica, no la del folclore- todo esto debería serle indiferente. Para escándalos, los que montaba en su país, en el que llegó a defender la legalización de las drogas en presencia de una por entonces medio bisoña Angela Merkel. Nina Hagen vino a la Costa del Sol a hacer lo que mejor sabía, que para muchos ya era bastante en términos de ruptura del orden. Marbella, con menos remilgos, se lo agradeció. Con un éxito inapelable. Más de 5.000 personas, muchas llegadas de otros países, pagaron las 1.300 pesetas que costaba la entrada para asistir a su concierto, que estuvo precedido, a modo de preludio elegante, por Los Ilegales. La artista empezó a moverse en su despampanante y divertido registro heterodoxo, entreverando en su voz de bruja con pata de cabra y de soprano sonidos de reggae, del blues, del heavy, de la lírica o las famosas versiones de Frank Sinatra. Su pelo rosa, su maquillaje de ultratumba, se movieron como un pájaro de fuego en las costuras de lo que quedaba de censura y de vergüenza antediluviana. Más tarde se la vio por las islas, donde llegaría a casarse en el escenario incluyendo una lista de invitados en la que destellaban desde los Rolling Stones a Julio Iglesias, con el que debería formar una pareja muy extraña, parecida a la de Zapatero con sus hijas, sin más punto de unión, quizá, que el respaldo mundial y Marbella. Tenía 29 años, prácticamente la mitad que ahora, con el mismo circuito espolvoreado en la melena, aunque todavía sin bautizar. Sí, al menos, de otro modo, en las aguas de la costa.