En una casa decente le habrían recibido a escopetazos y con las niñas, como sabinas alocadas, ocultas en el granero. Ningún ricachón, si no fuera por el viático de su descomunal fortuna, la del joven, que también la propia del ricachón, hubiera querido verle merodear por su chalé, identificándole de inmediato como lo que era incluso cuando no lo era, el candidato a yerno más peligroso del planeta, capaz de descabalar herencias y poner a la primogénita en plena vereda para matar a Freud. Sin embargo, Gunter Sachs tenía dinero. Tanto, que, en sus buenos tiempos, bien podría haberse comprado la avenida Ricardo Soriano y contratar a Sandokán para que le lijara el suelo con mandil. Y con un estilo que bastó casi por sí mismo para envolver de elegancia a una Marbella entonces desnuda y a medio descubrir: la chulería y la galbana del playboy envidiado por Fellini, con capacidad de convertir disciplinas como la fotografía o la estadística en un entretenido y jovialísimo entretenimiento de salón.

Heredero de la fábrica Opel, dueño de cuadros de Max Ernst y de Magritte, Gunter Sachs era el típico guaperas del que se habría enamorado Tita Cervera por su buen gusto si antes no hubiera tenido que emparentar con el rey de los ascensores para adquirir la primera noción. De él, que acabó siendo suizo -lo de hacerse español ya no atrae ni a Gerard Depardieu-, se dijo en su día que había sido el primer alemán verdaderamente internacional. En los sixties de María Castiella, mientras España seguía a La Violetera, Sachs bañaba de rosas a Brigitte Bardot y se la traía de vacaciones a la costa de Málaga. «No todo el mundo es capaz de lanzar una tonelada de flores a tu casa desde un avión», dijo la diva. Un gesto que, aligerado de perfume y de romanticismo, queda apenas en una anécdota en la vida alborotada del bon vivant. En su primera madurez, cuando ya asomaban las canas, llegaría a fundar un instituto de análisis empírico y matemático para comprobar cuánto de verdad y de ciencia había en la cosa quiromántica del presagio, la astrología y el azar. ¡Supera eso Amancio Ortega! Gunter era rico, de los que tienen afición.

En su época de oro en la Costa del Sol, que coincidió con el despegue de lo que más tarde se envolvería en el concepto de jet-set, que era, hasta su decadencia, sinónimo de pijerío y de apostura, Gunter Sachs aún no había sacado la carta multiusos que le hizo tan popular en su etapa más austera, cuando lo mismo se coronaba como documentalista que como ajedrecista o fotógrafo. Su talento -o su excentricidad- refulgía entre las inocentes primeras palmeras. Y al lado nada menos que de la rubísima doble B, con la que estuvo casado en segundas nupcias durante tres años, con posados incluidos de sociedad en Marbella.

Metido de lleno en un grupo que incluía desde Jean Paul Belmondo a Onassis y a la princesa Soraya, Gunter era el corazón de una floreciente clase social que le había salido como un espejo con más ribetes y más gafas de sol a la augusta aristocracia europea. De sus amoríos, que dicen que incluyeron hasta a la depuesta emperatriz de Persia, se hablaba en todos los palacios. Y más desde que sedujo a Brigitte, con la que se paseaba como un carnero iluminado por los sitios más emperifollados de Torremolinos y la Costa del Sol. En aquellos años, a Gunter, al que se le veía, y rigurosamente, hasta en las obras de Warhol, por no hablar de la mesa de Dalí, le empezó a cautivar la ruta exclusiva que movía a los pipiolos de Hollywood y de los paneles más acaudalados del mundo: las pistas de esquí de Gstaad, en Suiza, donde en 2011 decidió quitarse la vida para no enfrentarse al declinar de su enfermedad, la Riviera francesa y, por supuesto, Marbella, convertida, sin tanto ladrillo y hortera por entonces, en la nueva y reluciente demostración de que el paraíso está vivo. Incluso en mitad de una dictadura, la española, que tenía tantísimo de infierno de estepa a lo bruto y sin decorar.

Gunter Sachs, sin embargo, no había elegido la Costa del Sol simplemente porque estuviera de moda. En la asiduidad de sus viajes fue clave la personalidad de su mejor amigo, el príncipe Alfonso de Hohenlohe, quien, además de inventarse Marbella, con permiso de otros entonces jóvenes artilleros, también convenció a toda su grey de gente fina para que la promoción de los nuevos edenes no quedara íntegramente en mano de Manolo Escobar. Una amistad, la suya, de predicamento bastante suculento para Marbella, con contraprestaciones recíprocas -cuando Hohenlohe enviudó fue Gunter quien se lo llevó a Alemania para sacudirle la depresión-. En Málaga había, desde siempre, sol y monte, pero faltaba la toalla, el dinero y el playboy. Con Gunter Sachs, se coronó la terna. Ya todo, hasta los Gil, fue cuestión de sumar.