­Circulaban las aguas negras. A una profundidad en la que el mar pierde su cualidad de estampa y se convierte en un cuchillo para los oídos y en un paisaje lleno de pompas purulentas y gases en combustión. Javier Noriega, de Nerea Subacuática, insiste en que a esa escala de inmersión, se requiere una destreza de especialista y un equipo infinitamente más sofisticado que el que se utiliza para buscar ánforas en las primeras frazadas de la mar. Y, sin embargo, allí, tan lejos, entre corrientes verdosas, el júbilo se desató. No se sabe si el hallazgo fue saludado con golpes de aleta y escándalo de burbujas, pero se vivió un momento, que el investigador Patrick Grandjean, uno de los impulsores del trabajo, no duda en calificar de «solemne», tanto para los que aguardaban en la superficie, armados de tecnología punta, como para los que permanecían metros abajo a la cabeza de la expedición.

Con la búsqueda del naufragio de Saint-Exupéry, Francia dio toda una lección de voluntad y precisión científica. Y, además, con todos los pasos que definen una buena investigación: desde la documentación previa, a la suma de esfuerzos y la integración final en un museo de los restos de la nave que fueron localizados en el pecio. La identificación final vino después de la retirada y catalogación de los cascotes. El equipo de buzos se había sumergido con un objetivo: comprobar la existencia entre el material sobrante de un número de serie -el de la avión- que tenía que corresponderse con la matrícula militar dada por los Estados Unidos a Saint-Exupéry. Una carambola que, para felicidad de todos, finalmente crepitó. La inscripción fue encontrada cerca de lo que se suponía que era la cabina. Y ya no hubo ni la más mínima duda: aquel montón de metal ajado, sin restos, por cierto, de haber sufrido algún tipo de explosión, era el avión en el que murió el autor de El Principito. El cuerpo, arrastrado por corrientes marinas, nunca se encontró. A menos que se correspondiera con el cadáver aparecido décadas antes cerca de la bahía de Carqueiranne, que fue sepultado,, en señal de duelo hacia los caídos franceses, sin demasiada pompa ni noción alguna sobre el paradero real. Casi sesenta años después de su desaparición, Saint-Exupéry tuvo algo más que un duelo. Entre la chatarra y el agua, cultura de la redención.