A muchos lectores incautos de la época, la caída en alta mar de Antoine de Saint-Exupéry, todo un símbolo de la cultura y del país, le tuvo que sonar a una especie de intento de mitología ripiosa, parecido a la transformación, para gloria de la patria, de un artista en bicho del Olimpo o semidiós. Que un escritor pilote y que, además, se ofrezca voluntario para luchar contra los nazis puede sonar a literatura sobre la literatura, pero aún más que ese escritor fuera el mismo que sobreviviera años atrás en el desierto sin comida y después de estrellarse con su avión. En el caso de Saint-Exupéry, la extrañeza viene, sin embargo, de la falta de información, porque, en su obra, como en su vida, escritura y vuelo conforman casi una unidad. Muchos años antes de participar en la Segunda Guerra Mundial, el autor de El Principito acumulaba ya horas y horas en el aire e, incluso, había trasladado su experiencia a libros y poemas. La maestría la adquirió muy pronto, a los 21 años, durante la cuarentena obligada del servicio militar. Fue volando como encontró su primer gran empleo al hacerse cargo del correo postal francés en su división de Argentina, país en el que conocería a su esposa, la artista de ascendencia salvadoreña, Consuelo Suncín.

La pasión por los aviones duraría tanto en su espíritu como el fuelle literario, incluyendo episodios memorables, como cuando le dio por intentar batir récord -fue en uno de estos intentos, en la ruta París-Saigón, en el que produjo el accidente que le llevó a vivir al borde de la deshidratación en el Sáhara, de donde fue rescatado por un beduino-.

En su último viaje, el escritor, que manejaba un caza estadounidense, tenía la misión de fotografiar el valle del Ródano para informar del movimiento de tropas enemigas durante la previa del desembarco de los aliados. Saint-Exupéry no viviría para disfrutar de la victoria, absorbido, como siempre, por el aire y por el mar.