Madrid, 2 de marzo de 1784, por la tarde hacía algo de brisa pero no demasiada para el experimento que iba a tener lugar. Bernardo de Gálvez, de 38 años, aún se recuperaba de los agasajos recibidos en los días anteriores por sus últimas gestas militares en América. Ahora era un héroe nacional por muchos motivos, además, hacía años que el país no se daba una satisfacción como aquella. Su tío don José, ministro de Indias, apostó por él y pese a una gran oposición logró cumplir sobradamente con lo acordado expulsando a los ingleses de las costas del sur de Norteamérica. Era un tema de familia pero las enseñanzas de su padre y el orgullo le empujaron más allá de lo exigido. Con una mano se apartó distraídamente una mota de polvo justo al lado de las numerosas condecoraciones que lucía en su pecho, su preocupación se centraba en las malas noticias que recibía continuamente desde México. Su padre, don Matías, se encontraba enfermo desde hacía meses, y a duras penas superaba el día a día con las graves dificultades de su cargo de virrey de Nueva España. Era consciente de que su padre dejó Tenerife con 53 años para emprender una descomunal misión, pero lo logró y recuperó las plazas más importantes de Guatemala y varios puertos del Caribe al sur del virreinato de Nueva España. Con esos territorios libres de ingleses sus espaldas quedaron a salvo para recuperar el sur de la Luisiana y el acceso al Misisipi, su gran misión.

Abstraído pensando en su padre, observaba divertido cómo el arcediano daba instrucciones al capitán de navío don Francisco Muñoz que organizaba los aparejos de aquel extraño bote. A su lado su amigo, el tinerfeño don José de Viera y Clavijo de 53 años, daba enérgicas órdenes como si de un general de división se tratara. Bernardo sonrió y por un momento le recordó en el púlpito de la iglesia del Santiago Apóstol del Realejo, cuando de joven oficiaba sus animados e impetuosos sermones. Siempre le llamó la atención la erudición de aquel clérigo que lo mismo desentrañaba el viejo testamento que un artefacto relojero.

A otro lado, con la mirada absorta, estaba don Casimiro Ortega, catedrático de botánica del Jardín Real, un erudito que no entendía para que servían tantos palos, cuerdas, alambres y unas bellas telas satinadas de tafetán. Solo tenía claro que su cometido era cuidar que el tafetán no se lo llevara el viento pues costó un dineral encontrarlas tan delgadas a la vez que resistentes. Con aquel tafetán, pensaba Gálvez, podrían hacerse cien hermosos vestidos que cualquier dama luciría orgullosa en la Luisiana.

Pero de todos, quien más le maravillaba era el joven Agustín de Betancourt de tan solo 26 años. «¡Ese sí que era un genio!», se dijo. Recordó por un instante cuando le llamó, hacía una semana, para enseñarle un prototipo que tenía en mente y casi no lo reconoció pues no lo veía desde niño. El objetivo consistía en atar un globo aerostático con cuerdas a un bote en el río Manzanares para luego esperar a que el viento soplara y arrastrara la barcaza. Solo habían pasado nueve meses desde que los hermanos Montgolfier hicieran la primera ascensión pública de un globo aerostático y en España Viera y Betancourt eran los más versados en aquella novedosa ciencia.

Desde un primer momento a Bernardo aquello le pareció una idea descabellada pero luego se le tornó divertida. Días más tarde, pensándolo mejor, se le ocurrió que tal vez aquello podría tener un uso práctico pero con una variante. Si en vez de un globo le pusiera alas podría dirigir el bote y llevarlo a donde se ordenara. En dos tardes, junto con Agustín y José, diseñaron unas, que a modo de velas horizontales, dirigirían el bote en una dirección u otra como si fuera un pájaro. Si aquello funcionaba podrían mover un navío por el Misisipi y eso sí que sería una revolución para el transporte fluvial. «Estos americanos van a saber cómo somos los españoles», pensó.

De hecho recordó que muchas veces, durante los combates en América le venían a la memoria las andanzas de Agustín, también tinerfeño como Viera. Según le contaban era capaz de plasmar en un papel los artefactos más endiablados, con uno conseguía salvar una enorme vaguada o un río sin mojarse y con otros diseños elevaba agua de un pozo profundo pero el más fascinante era ver cómo con un simple barco se podía dragar un río. «¡Si lo hubiera tenido con él», se dijo, le habría pedido que le diseñara uno para entrar por ciertas zonas poco profundas del caudaloso Misisipi, pero lo mejor hubiera sido contar con su destreza para hacer la fortaleza defensiva más inexpugnable jamás conocida. Ya se lo había dicho su padre cuando entre él y su tío José decidieron que aquel genio debía dejar Tenerife para ir a Madrid y así avanzar en sus estudios. Y no se equivocaron.

Pero a lo que vamos, la tarde se complicaba y los nubarrones acechaban. A José y Agustín se les veía muy concentrados en sus tareas, el tafetán era delicado y se podía rasgar mientras el viento hinchaba las brillantes lonas. A unos pocos metros detrás de ellos y subidos a una loma se habían congregado muchos curiosos. Por un momento le pareció oír a don Francisco Cabarrus gritar algo así como ¡parece un pajarraco!, también estaba don Antonio Cavanilles y otros destacados militares que querían evaluar las posibilidades de aquel trasto.

Así fue como aquella tarde la barcaza navegó contra corriente unos cuatrocientos cincuenta pies. Agustín y seis marineros manejaban las cuerdas con presteza. La brisa empujaba el navío alado río arriba y -entre el timón de la barcaza y, hay que reconocer, las poco obedientes alas de tafetán- hacía que este navegara de aquella manera, pues como todo lo novedoso, ingobernable muchas y obediente pocas.

Esa noche Bernardo y sus dos amigos de Tenerife cenaron juntos y recordaron las correrías de juventud, bueno, Agustín pocas, pues casi no había nacido cuando Bernardo llegó a Tenerife en 1757. Eso sí, tuvo que escuchar a Viera contar, por enésima vez, la anécdota de aquel día de junio de 1769, cuando en el Puerto de la Cruz se juntaron muchos para observar el paso de Venus por el disco del sol. Esa y siete u ocho anécdotas más que incluía aquel día de marzo de 1778 en París, en su visita a la Academia de las Ciencias. Ese día concurrían en el gran salón decenas de hombres de ciencias para escuchar al maestro Voltaire, a quien todos aclamaban como el más sabio entre los sabios. Había tanta gente escuchándole que muchos se debieron sentar en el suelo para poder permanecer en el salón. Por una puerta de la sala, y sin que nadie lo advirtiera, entró el embajador americano Benjamin Franklin que escuchaba atentamente al francés. En un momento dado, el público lo advirtió y se hizo el silencio. Dos genios universales en la misma sala. ¡No puede ser!

Viera decía que en ese instante se le paró el tiempo y que nunca más, en el resto de sus días, volvió a tener aquella sensación. Bernardo y Agustín le escuchaban embobados.

Tras la velada Bernardo se retiró a descansar. Agitado en sus sueños despertó sobresaltado, debía dejar Madrid, ya eran muchos los días sin ver a su familia y se temía lo peor, además sus dolores estomacales no remitían, pero ni al físico del rey se lo comentó. En Cádiz la fragata La Sabina estaba preparada para partir rumbo hacia La Habana. Como había acordado haría nuevamente escala en Tenerife pues tenía el compromiso de recoger el diploma como nuevo miembro de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, tal como le prometió a su padre antes de volver de América. Además quería saludar a sus amigos de la infancia, Tomás y Bernardo Cólogan Valois, a quienes no veía desde hacia una década. Quedaba poco tiempo y sabía que en breve, y muy a su pesar, sería el próximo virrey de Nueva España.

Y todo lo que así se ha relatado sucedió como se cuenta en los escritos de Lope Antonio de la Guerra en su libro Memorias. Real Sociedad Económica de Amigos del País. La Laguna. Tenerife