Más que una mujer y una actriz, era, como las grandes sinfonías, la sublimación de un continente. Por su melena mutable, de paleta en rebelión, se derrumbaban los imperios. En tanto que austriaca y parisina, valía más que una novela definitiva y, por lo tanto, inacabada. En España, se la veneraba en su versión más simple y de estucado; no era la muchacha con la que todas las niñas soñaban con parecerse, sino la princesa que le hubiera gustado ser a las abuelas si alguna vez hubieran tenido la dicha de ser jóvenes. Sobre todo, en esa época, cuando todavía la muerte y sus anexos no le habían clavado alfileres en el rostro. Romy Schneider se fue como sólo saben hacerlo los mitos retocados por la publicidad y el hombre, sin que el tiempo, a sus 43 años, le hubiera descosido la belleza, pero con unos nubarrones intermedios que daban complejidad a su presencia y a su mirada, sospechosamente parecida en esto a los que, según la literatura, tenía su alter ego en la historia, la emperatriz Sissi, que en todas partes menos en el cine aparece como una mujer destemplada y melancólica. Incluido, en la provincia, donde ambas pasearon con casi un siglo de diferencia y el temperamento totalmente cambiado: la aristócrata, triste y difusa, y la actriz, entonces de 33 años, en un timbre infinitamente más festivo que el que la acabaría devastando.

En su visita a Marbella, aunque igualmente sutil, la artista no se manejaba, como diría César Vallejo, bajo el auspicio de un Dios enfermo. Las desapariciones, la amarga libación, todavía no se habían prefigurado. Su carrera estaba en un tránsito fulgurante: de la afectación gloriosa de Sissi había pasado a una madurez interpretativa que la llevaría a desbordar el cascarón de musa para actuar con Visconti, Chabrol u Orson Welles. Romy Schneider era una constelación hirviendo y una metáfora, con trozos de catedrales y partituras encendiéndose y apagándose bajo la vela de sus ojos. En apenas tres décadas de vida, había provocado todo tipo de cataclismos eróticos. Además de actriz, Romy fue también la mujer que hizo que a Walt Disney se le erizara una vez el bigote; incluso, logró que Dominguín se pusiera a cabecear como un verraco y que Alain Delon abandonara temporalmente su retórica patilarga de desenfreno para hablar seriamente y con la mano en el pecho de las ventajas constitutivas del matrimonio.

La emperatriz del cine tenía efectos, sin duda, epifánicos. A la Costa del Sol llegó en abril de 1972, sin más proyecto a la vista que unirse a la lista de amigos y paladines de Hollywood. El propio Alain Delon era un habitual de estos pagos, por entonces tan Sissi y, en el fondo, tan deliberadamente Schneider, con ese punto de calurosa intersección entre la decadencia nobiliaria de Europa y la sangre nueva de los artistas y los triunfadores. La artista venía con ganas de dejarse cautivar, adormecida por el espíritu narrativo de sus iguales. Ocho días después de su llegada, ya hablaba de comprarse una mansión. Y puede que no se tatuara el mapa de la provincia para no excitar el ánimo amistoso a lo Dalí de Franco y de Fraga Iribarne; tan entregada estaba la actriz en sus vacaciones que hasta se le ofreció a su amigo Hohenlohe para poner cara a la promoción de la Costa del Sol en los Estados Unidos.

A Schneider, sin embargo, el reloj se le congeló muy pronto. A principios de los ochenta, le llegó el primer golpe. Su hijo de 14 años murió ensartado en una pica mientras trataba de saltar la verja de casa. Más tarde llegaría el alcohol y el consuelo artificioso de las drogas. Y un nuevo estruendo: el suicidio de su exmarido, que la dejó bastante trastornada. A Romy Schneider se la encontraron muerta en Francia, que es donde en el pasado siglo se despachaba a los poetas y a los muertos precoces. En su caso, con un poso esencial de negrura, pero sin perder el brillo que la había convertido en la reserva lírica de la decadencia austrohúngara. «No soy nada en la vida, pero sí todo en pantalla», llegaría a decir. Las cartas envenenadas de la emperatriz, con su reverso alegre de Marbella. Una combustión felina, accidental. Sin pamelas ni tules y con gafas de sol. Viendo el mar desde los jardines del Marbella Club. En aquellos días, cuando la felicidad todavía era y aguardaba.