Hace años, cuando todavía la Unión Soviética regía los destinos de varios países de centroeuropa (Hungría, Rumanía, Bulgaria€) un grupo formado por tres matrimonios amigos malagueños eligieron Rumanía como destino del viaje anual que proyectaban y realizaban para descansar de las tareas profesionales que cada uno desarrollaba en áreas diferentes.

Viajar a Rumanía en aquellos años -sobre 1970- acarreaba varias dificultades, como obtener el visado de entrada, ceñirse a las limitaciones marcadas por el Gobierno presidido de Ceaucescu, concienciarse de visitar un lugar no preparado para el turismo y, como en todo desplazamiento a un lugar desconocido, estar preparado para cualquier sorpresa.

Una de las personas que formó parte del sexteto viajero me contó hace tiempo, que al margen de pasarlo bien porque iban preparados y dispuestos a aceptar cualquier imprevisto, dos hechos curiosos, uno esperpéntico y otro habitual en el mundo de la hospedería recordaba con regocijo.

Haciendo una excursión desde Bucarest, la capital, a otra ciudad a un centenar de kilómetros, alguien de la expedición se dirigió a la guía que hablaba español para pedirle, por favor, que cuando cruzaran por alguna localidad de la ruta, se detuviera el autocar para una necesidad menor, o sea, orinar.

La respuesta fue que no había ningún lugar donde poder satisfacer su necesidad, pero que no se preocupara porque dentro de unos minutos el autocar se detendría para que ella y los restantes viajeros pudieran aplacar esa contingencia. Efectivamente el vehículo se detuvo. A ambos lados de la carretera había plantaciones de maíz. Y con la mayor naturalidad informó a los pasajeros de que las señoras podían hacer sus necesidades en los maizales de la derecha y los caballeros en los de la izquierda.

El cenicero

El día de la despedida, cuando todos los viajeros se acomodaron en el autocar que los trasladaría al aeropuerto, un empleado del hotel se dirigió a los huéspedes comunicándoles que hasta que no se devolviera un cenicero que no estaba en la habitación número tal, el autocar no arrancaría.

El cenicero, por supuesto, lo había cogido como recuerdo una de las huéspedes, y lo había guardado en la maleta que ya estaba con las demás en maletero del autobús con el motor en marcha. Uno de los expedicionarios malagueños, dando por hecho que la autora de la sustracción era de su pequeño grupo, al comprobar la seriedad e intransigencia del hotelero que decía que el autobús no arrancaría hasta la devolución del cenicero, se dirigió a él en un aparte, le preguntó qué valor tenía pieza, y le entregó diez o doce dólares para que comprara otro igual.

Así acabó el incidente. Y al preguntarle a mi amiga cómo era el cenicero de la historia me contestó que era una vulgar pieza de barro cocido con el lema «Recuerdo de Bucarest». Pero «recuerdo» en rumano.

Pero en el aeropuerto, al ser registrada su maleta en la que llevaba algunos frascos de Gerovital, el invento de la doctora Asland para no envejecer, volvió a tener problemas porque no podía sacar del país la milagrosa medicina que revolucionó el mundo porque combatía los efectos de la vejez.

Otros descuidos

Llevarse del hotel algún objeto, sobre todo toallas, es una costumbre€, muy mala para los establecimientos porque normalmente son toallas de muy buena calidad y por lo tanto caras. En algunos hoteles, junto a algún tubito de dentífrico, un peine, algunas pastillitas de jabón, un gorro de plástico para que las señoras se mojen el pelo durante la ducha, se incluyen ceniceros con el lema «Robado en€». Llevarse el cenicero no está mal visto; además sirve de propaganda para el hotel, el restaurante, el bar€

Pero el descuido de llevarse la toalla de baño es otra cosa.

El director de un hotel de 5 estrellas de la Costa del Sol me contó cómo, cansado de tantas sustracciones, tomó una determinación contundente, radical, definitiva.

Había descubierto qué grupos de turistas de determinada nacionalidad eran los más dados a llevarse las toallas de baño. Para evitar la rapiña, cada vez que llegaban grupos de esa nacionalidad, cuando se disponían a abandonar el hotel después de una semana o el tiempo acordado, las maletas que habían depositado en la habitación anexa a la recepción en espera de ser trasladadas al autocar que los llevaría al aeropuerto, eran revisadas por dos expertos en cerrajería que abrían una por una en busca del cuerpo del delito, las susodichas toallas de baño y alguna que otra sábana.

La operación se llevaba de forma rápida aprovechando que todos los interesados estaban en el bufé tomando el copioso desayuno de despedida.

¿Y no hubo reclamación alguna?, le pregunté a mi amigo director del hotel.

Ninguna, me respondió, porque se enterarían de que su maleta había sido abierta una vez en su país de origen ¿y qué iban a reclamar? ¿Que le habían abierto la maleta y le había robado una toalla que ella misma había robado?

Cubertería de Iberia

Un alto empleado de Iberia (no sé si ahora es línea aérea española o inglesa) me contaba hace años que cada ejercicio la compañía tenía que reponer la cubertería de los aviones. Entonces los tenedores, las cucharillas, los cuchillos€ eran de acero inoxidable; después se impuso el plástico de un solo uso.

Pues bien, cada año, repito, había que reponer la cubertería no porque se deteriorara por el uso y lavado diario; es que los viajeros se iban llevando piezas sueltas de recuerdo. Quizás en algún hogar español o extranjero se usen a diario los cubiertos con la marca Iberia.

Ladrillo a ladrillo

Sustracciones o pequeñas raterías se dan por desgracia en todas partes y en todas las ocasiones. De donde nadie se lleva nada es de las consultas privadas de los médicos, donde se acumulan revistas de laboratorios y revistas con un año de retraso por lo menos.

Una de las más curiosas que conozco fue la de un padre de familia numerosa de primera categoría, de las que ya no existen. Tenía siete u ocho hijos. Cada crío se llevaba un año o año y medio.

El hombre se ganaba la vida más mal que bien; aunque tenía un empleo fijo, cosa que hoy es utópico, el sueldo no le daba más que para comer (no mucho) y vestir sin lujos. Listo como el hambre decidió construirse una casa en uno de esos lugares que el Ayuntamiento de Málaga tiene que urbanizar y ordenar y cuando se decide a hacerlo se encuentra con una barriada de viviendas ilegales, alegales o bajo la denominación adecuada.

El protagonista de esta historia se construyó su vivienda€, y para construirla recurrió a sus hijos, los pequeños y medianos. Todos los niños tenían la obligación de llevar cada día a casa un ladrillo hasta alcanzar la cantidad necesaria para construirse una casita. Como en Málaga siempre hay obras en las calles, los niños del avispado padre afanaban ladrillos por aquí, por allá y acullá. Total, que ladrillo a ladrillo llegó a construirse su casa en uno de esos apartados barrios de nuestra ciudad. Posiblemente esté ya legalizada.

Flores, macetas...

Eso de afanar cualquier cosa es innato en la gente. Cuando llega la Navidad y nuestro Ayuntamiento coloca pascueros en diversos rincones de la ciudad, al día siguiente se descubre que durante la noche han sustraído parte de ellos.

Hace años una corporación presidida por no recuerdo qué alcalde tuvo el buen gusto de plantar en los alrededores de la fuente del Parque tulipanes, obsequio de un holandés, creo recordar. La fuente, con los tulipanes y sus surtidores de agua, quedó preciosa€, preciosidad que duró un par de días porque los sustrajeron a mansalva o las tangaron, que es una palabra malagueña que define estos hurtos€ y no se llevaron la fuente porque pesaba demasiado, pienso.