La tierra tembló. Con una cadencia mórbida, de cuna asaltada por un balonazo. Si no hubiera existido un precedente cercano, el del 21 de enero, más de uno habría tirado de superstición para tratar de encajar el fenómeno. La memoria, con los seísmos, es corta y, además, tiende al escándalo. Un movimiento de 6,3 grados de intensidad en la escala Richter, la más usual, se traduce, sin duda, en alarma, pero eso no significa necesariamente que tenga que ser extraordinario. Al menos, para la ciencia y las tablas que, con su mezcla de avatares y ecuaciones, dan sentido a la realidad y dividen la frontera entre lo común y lo altamente improbable.

Frontera entre continentes, encrucijada de dos caminos geomórficos, Málaga se asienta en una zona turbulenta. Su actividad sísmica, si bien más baja que en las áreas consideradas peligrosas, está a la cabeza de España. Los datos son explícitos al respecto: de los veinticinco terremotos más fuertes computados en el país en los últimos años, hasta un total de veinte tuvieron lugar en el triángulo que forman Alicante, la provincia y el mar de Alborán. José Benito Bravo Monge, jefe de servicio del Instituto Geográfico Nacional, insiste en que agitaciones como las que alcanzaron Andalucía el pasado día 25 entran dentro de lo normal. Y más, en tiempo geológico, que es la escala, mucho más amplia, que mide hasta qué punto un hecho se convierte realmente en insólito.

Málaga acostumbra a padecer seísmos perceptibles. Incluso con una frecuencia relativamente elevada: tres o cuatro por siglo superiores a los de principios de semana. Saber si la normalidad ampara también la catástrofe, o, como mínimo, la considera una posibilidad verosímil, es algo que define en estos días el umbral de buena parte de las preocupaciones. Cuando el director Lars Von Trier estaba escribiendo Melancolía convocó a un grupo de astrofísicos. Su intención era informarse acerca de las circunstancias que debían darse para que un meteorito colisionara con la tierra y provocara el apocalipsis. La respuesta no pudo ser más desasogante. «Mañana, puede suceder mañana», le contestaron. Con los terremotos en la provincia ocurre prácticamente lo mismo. ¿Significa eso que la Costa del Sol está abocada al desastre, a la caída de edificios, al estallido de cristales? De nuevo, la serenidad viene aportada por la estadística y por los modelos matemáticos. Aunque no hay argumentos en la ciencia que permitan descartar la hipótesis, las opciones de que se produzca un fenómeno devastador son muy escasas. El riesgo, si bien remoto, está ahí, como la muerte súbita o las enfermedades de incidencia extraordinariamente minoritaria.

Las dos variables que se emplean habitualmente para aquilatar la fuerza de un seísmo son la intensidad y la magnitud. La primera, que es a la que asiste la escala Richter, refiere a la percepción humana del movimiento, y la segunda, a la energía que verdaderamente desplaza. Para que una vibración mute en calamidad ambos parámetros deben estar altos. Y, sobre todo, que el epicentro del movimiento se encuentre más cerca de Málaga. El caso de Lorca, con su balance negro de destrozos y de desalojados, obedeció a un terremoto de 5,1 puntos, inferior al que pasó recientemente y apenas como un vaivén por la provincia, pero con un origen bastante más próximo a los núcleos urbanos.

El peligro de Málaga no está tanto en la proliferación de movimientos surgidos en tierra como en la actividad de sus aguas. El mar de Alborán es una cajetilla de oscilaciones, con capacidad, incluso, para hacerse eco, como sucedió con el terremoto de Lisboa, en 1755, de las inestabilidades que se producen en una de las zonas más agitadas de Europa: el cabo de San Vicente. Por fortuna, en este último caso, la distancia funciona como garantía de protección -los doscientos kilómetros que medían entre ambos puntos hacen que las ondas lleguen muy debilitadas-

Menos remedios naturales hay en cuanto a la animosidad del mar de Alborán, que es constante y está detrás de buena parte de los alrededor de 800 seísmos que se producen en Andalucía a lo largo del año. Para explicar por qué la provincia está sometida a mayores tensiones que otros puntos casi hace falta volver a Copérnico y al hecho, hoy felizmente indiscutible, de que la tierra es redonda y que, además, se mueve. La franja de agua que separa de Marruecos se agita sobre una falla en la que confluyen dos placas fundamentales y en constante pinzamiento: la africana y la euroasiática. A cada golpe de fricción corresponde una vibración en ondas, que se vuelve más poderosa en función de la energía que venga acumulada. «No podemos olvidar que la superficie terrestre está troceada y que las placas no coinciden con los continentes. Al estar sobre un fluido en movimiento, continuamente chocan, y se van creando y destruyendo por algunas partes», puntualiza Bravo Monge.

La importancia de las placas que coinciden en el mar de Alborán no sólo se deduce de la imponencia de sus nombres. Su violenta intersección, y esto es historia geológica, originó accidentes montañosos como Los Pirineos o Los Alpes. La fuerza con la que se embisten en la actualidad, para tranquilidad de la provincia, es hoy mucho más leve. El experto del Instituto Geográfico Nacional aporta el ejemplo: «La deformación que provoca el deslizamiento de las placas se cuenta en Málaga por milímetros; otros puntos más dados a los terremotos llegan a los centímetros», razona.

Sobre la evolución de la actividad física, Bravo Monge es de los que opinan que todavía no ha pasado el tiempo suficiente como para adquirir una perspectiva que permita extraer conclusiones. Es cierto, sostiene, que ahora se contabilizan más seísmos, pero también que la técnica ha evolucionado y los sistemas de captación son muchos más sensibles. Eso sí, aún no admiten milagros, lo que en materia de terremotos tiene que ver con estar en sobreaviso. Más allá de las aportaciones de la estadística y de la reincidencia de las réplicas, no existen mecanismos que permitan anticiparse al seísmo. La prevención tiene que ver con la capacidad para minimizar los efectos del azote. Y eso conduce inexorablemente al urbanismo y la arquitectura.

Los especialistas, en este sentido, piden mucho más rigor. Y casi todos coinciden en lo mismo: la normativa antisísmica, actualizada en 2002, es exigente y avala la estabilidad. Otra cosa es que se cumpla con todos los escrúpulos. Un desastre puede quedarse en anécdota si se actúa con sentido: teniendo en cuenta el tipo de material, los materiales, el suelo y hasta el diseño. Bendito sea el fin de la cultura del ladrillo.