En su casa, a buen seguro, se apilaban los periódicos. Todos con esa amplitud de osario que distingue al papel anglosajón, tan propenso, ya en las capitulares, a amargarle la vida al inglés desde el desayuno, cuando todavía no ha salido el sol, en esa hora premiosa en la que en España, si se toma algo, conviene siempre hacerlo con pistola y, a ser posible, ante notario. Nadie como él para saber lo que era la prensa y conocer, especialmente en las islas, su proverbial mala baba. Con dos o tres titulares mejor entibiados, o incluso, inexistentes, Cecil Parkinson podría haber sido, si no el rey en el palacio de Buckingham, al menos el gran líder de su país, con capacidad hasta para dejar en la sombra, y quién sabe si hasta con sospechas de casquivanía, a la mismísima Margaret Thatcher. En lugar de eso, acabó cerca de Gaucín. Sin pasar fatiga, eso sí, en una mansión millonaria. Y la ambivalencia en la gloria tostada al sol de ser para sus compatriotas una especie de ídolo caído, el hombre diseñado para llegar a todo y que quedó para vestir la peluca de la Cámara de los Lores, con título de barón y al mismo tiempo una caricatura en las hemerotecas que lo mostraba con la misma bravuconería tabernaria con la que el Arcipreste de Hita despachaba en sus escritos a los curas montaraces: de hábito y con el cíngulo al descubierto, persiguiendo a jovencitas, lo que para un gentleman, pese a contar con tradición a favor, sigue siendo material bastante innoble.

Al señor Parkinson le amargaron la vida, o más bien se la amargó a sí mismo al columpiarse por donde nunca deben hacerlo los señores de derechas en una democracia en la que se pagan los errores; le dio por el sexo, lo cual está muy bien, si no fuera porque el británico era uno de esos hombres que hace carrera despotricando contra la concupiscencia y las corruptelas sensibles de la carne. Enredarse con su secretaria fue para Cecil Parkinson lo mismo que para Monedero los pagos millonarios por conferencias y las omisiones fiscales; una oportunidad para que sus enemigos, hartos de que les leyera la cartilla, se lanzaran a su cuello como tiburones. Al principio, en su caso, frenando su ascensión meteórica, y más tarde, cuando se supo que maniobró y por sentencia para dejar en el anonimato a la hija que tuvo con su amante, perdiendo gran parte de lo que ni siquiera le había arrebatado el puritanismo y el escándalo: la reputación y el respeto casi divinizado de la mayoría de los ingleses.

Con la vida y caída de Parkinson, el periódico empieza inevitablemente por las últimas páginas de tensión, donde casi siempre se ubican las crónicas, cada vez más en rosa, de los deportes. Pero existen, y de qué manera, otros titulares: en su etapa como ministro se convirtió en el favorito y candidato número uno a sucesor de Thatcher. La dama de hierro le tenía fervor, y, para ello, le sobraban razones. Parkinson había dirigido la campaña que la llevó al poder. Y siempre se mantuvo a su lado. Hasta el punto de formar parte del sanedrín de guerra de Las Malvinas. Para entonces, el dirigente tory ya miraba hacia la Costa del Sol. Y también, de paso, a su secretaria, Sara Keays, con la que inauguraría una tradición de trayectorias truncadas que llegaría en su deformación más decididamente oval a los despachos de la Casa Blanca.

En Gran Bretaña, pocos dudan de que Cecil Parkinson hubiera podido alcanzar el cargo de primer ministro y tener peso en la Unión Europa. Tampoco le iría tan mal, después de todo. La Thatcher, menos draconiana que con el contribuyente medio, le perdonó el desliz y le siguió dando carteras. Los analistas alababan su sangre cruda para las privatizaciones. Al fin y al cabo, reunía el perfil que tanto sueñan con incorporar en sus filas los políticos liberales: un tipo de proyección humilde que triunfa en los estudios y que contra todo pronóstico, se hace amigo y partidario de debilitar al Estado y dejar que la economía fluya con los colmillos exonerados y sin controles. Los mismos que le aplaudieron, el ala más rancia del partido, fueron también los que más tarde relacionarían el escándalo con la falta de aplomo y saber estar que atribuyen los aristócratas a las clases populares. Cecil Parkinson, en cualquier caso, no dio marcha atrás en lo económico. Tampoco cuando se cuestionó la frialdad con la que, según la prensa y Sara Keays, había tratado a la hija que tuvo fuera del matrimonio. El político continuó a lo suyo; felizmente jubilado en ese armario ropero del pijerío que es la cámara alta de los británicos. Y, por supuesto, pasando largas temporadas en la casa de1,3 millones de euros que tenía en las colinas que miran a Gaucín. Apartado, incluso, de los focos inoportunos de sus compatriotas. Murió el 22 de enero. Sus horas acaso más tranquilas se quedan para siempre en Málaga.