Desde lejos, justo donde metían el codo y saltaban los curiosos, debía parecer una enorme cáscara de huevo, una medialuna encurtida y laminada con muescas irregulares, quizá útil para servir de tejado contra la lluvia en las casas de labranza. Ocupando más de la mitad del galpón o el almacén en el que estuviera custodiado, el casco del Septentrión carecía de su grandeza. Hasta el punto de que pocos eran los que podían adivinar en frío su pasado glorioso.

La historia del navío, incluso inerte, era, sin embargo todavía en aquella subasta, que tuvo lugar en Málaga, la historia también de los borbones y, sobre todo, de su irrupción, como casa de prevalencia sucesora, en la Monarquía de España. El Septentrión, en todo menos en su caída, estuvo muy ligado a los reyes. Cada aplique, cada detalle, desde la proa a la popa, está íntimamente emparentado con sus obsesiones políticas. Y, sobre todo, de Felipe V y del marqués de la Ensenada, que, poco después de llegar al poder, quisieron devolver a España la hegemonía naval con la conquista del único cromo que se les escapaba: el del apartado tecnológico.

Aunque no viviera para ver buena parte de los resultados de su obra, Felipe V, harto de escuchar cómo los buques españoles se desollaban en los mares, empezó a sembrar la costa de astilleros en los que la ingeniería y los modelos de vanguardia ocupaban siempre el primer plano. Uno de ellos, el arsenal de Cartagena, se convirtió, poco después de inaugurarse, en una fábrica destinada a romper con la importación de propuestas y materiales. El primero de los navíos de línea con los que la corona pretendía marcar un antes y un después en su potencial náutico fue precisamente el Septentrión, que acabaría siendo botado en 1752, ya bajo el reinado de Fernando VI. El barco estaba confeccionado para servir de base a la nueva flota española. Y, por eso, los borbones no habían reparado en gastos, ni siquiera en el diseño, encargado al ingeniero inglés Edward Bryant, con participación de Jorge Juan, que da nombre al estilo y a la serie a la que pertenece la nave. Con 64 cañones, el Septentrión fue concebido con la idea de arrostrar vendavales y disparos. Sin embargo, acabó destruido, con su casco, ya reparado años antes, participando en una subasta pública en Málaga. La máquina, falible como el hombre.