­Hombres derribados, con barbas incipientes, hechas más con el cansancio que con la navaja y el cuenco de agua tibia. Algunos sin atreverse a despegar la mirada de la arena, otros con la cabeza perdida en la malla indescifrable que une el horizonte con la bruma. Horas antes habían estado allí, en la cubierta tambaleante de un barco configurado como modelo de perfección que estaba a punto de extraviarse en el vacío. Desde el puerto de Málaga llegaban órdenes claras, salir al rescate con todos los medios disponibles y barcos de auxilio, no tanto con la esperanza de enderezar el rumbo que con aquella otra, más cabal, de poner a salvo la carga y escoltar a los últimos marineros que se batían a bordo, y ya casi sin fe, contra lo irreparable de la caída.

Aquella fila de hombres, a los que imagino con la ropa destripada, atezados y tristes, formaban parte de la tropa del Septentrión. Habían sido rescatados justo cuando el navío, en su acelerada zozobra, empezaba a descomponerse. Instalados en la orilla, levantando un campamento con materiales a medio camino entre la jaima y la barraca, miraban mar adentro, donde algunos de sus compañeros, unos 40 tripulantes, efectuaban maniobras a la desesperada, arrastrados por el viento, con gotas de agua que se clavaban como esquirlas.

Después de treinta años de intensa vida marítima, de luchas contra corsarios y campañas de ultramar, el Septentrión, el primero de los refinados navíos con los que los borbones, nada más llegar al poder, pretendían levantar la moral náutica del imperio, se derrumbaba estrepitosamente a pocos kilómetros de la orilla. El barco, la perla de Fernando VI, reproducida con los más modernos planos encontrados en Europa, venía de Cartagena, desde donde había partido con el objetivo de unirse a otro barco, el Rayo, en Málaga y seguir con la travesía hasta Cádiz, que era el punto elegido para atracar indefinidamente. El viaje, liderado por el comandante Diego Quevedo, se planteaba apacible. Y mucho más para un navío poco acostumbrado a moverse en distancias muy cortas, sin apenas riesgo de cañonazos y sobre unas aguas, en teoría, bastante más dulcificadas que las que bañaban el Nuevo Mundo.

Preámbulo del naufragio

Sin embargo, nada más salir, un amago de tormenta sorprendió a los tripulantes. El viento soplaba con fuerza, rachas duras, aunque no lo suficientemente encolerizadas como para desatar la alarma. En ese momento, todavía iniciático en la desgracia, pocos, siquiera los más ominosos, podrían pensar en el preámbulo de un naufragio. Días más tarde, el fenómeno se repitió, pero esta vez sin tanta ambigüedad en cuanto a su poder de arrastre. La prensa local dictaminaría juiciosamente: lo que había tumbado al Septentrión, diría, era un huracán, una espiral de aire y de olas quizá no tan potente como para filtrarse entre la primera línea de casas, pero sí para enjaular a un navío que había sido específicamente diseñado por orden de la corona para resistir cualquier tipo de ataque.

En ese sentido, el hundimiento del barco se pareció a la destrucción de un búnker. La tecnología derrotada por el capricho de los elementos y su manera casi impredecible de coaligarse; porque en el caso del Septentrión no fue sólo el temporal, sino las características de la franja de mar que atravesaba en ese momento el barco: una zona marcada en el fondo por bolsas de arena fina, lo que provocó que el navío quedara atrapado. Con el vientre prácticamente inmovilizado, el Septentrión fue presa fácil para el huracán, que embestía frente a un punto que se balanceaba a cada golpe como la cabeza de un boxeador sonado. El 7 de noviembre de 1784, ya con tres naves procedentes de Cartagena ­-Pilar, Loreto y Aduana- sumadas a la operación del rescate, el barco fetiche de la Casa Borbón se quedó sin posibilidad alguna de remolque; los pocos que quedaban a bordo, incluido el comandante Diego Quevedo, fueron evacuados. Las barcas de auxilio trasladaron a tierra firme una carga repleta de herrajes y de armas. Mucha de la munición fue apilada luego en el almacén del arsenal de La Carraca, en Cádiz. Incluso, hubo partes del barco que se subastaron en Málaga. El final taciturno de la vanguardia.