Antes todo estaba prohibido. Prohibido fumar en el interior de los autobuses y tranvías, prohibido escupir en el suelo (la matización del suelo permitía escupir en las paredes y en los cristales de las ventanas de los tranvías y autobuses), prohibido hablar con el conductor, prohibido pisar el césped, prohibido fijar carteles, prohibido en los bares y tascas cantar bien o mal, prohibido maltratar a los animales€ hasta prohibido prohibir. En los vagones de los ferrocarriles se advertía -no prohibía- que era peligroso asomarse al exterior. Lo curioso del aviso es que en los vagones coches-cama y restaurante los avisos estan en portugués porque la empresa Wagon Lits Cook los importaban de Portugal. Ya no se prohibe asomarse al exterior porque las ventanas están fijas. Y si hubiera que avisar del peligro, seguro que lo pondrían en inglés, que es lo que se lleva.

Los avisos y advertencias no servían para nada porque la gente hacía caso omiso a tantas prohibiciones. Llegaron a prohibirse, y de ello soy testigo porque lo viví en vivo y en directo como dicen los comentaristas de televisión, orinar en el suelo en los cines porque las mamás ponían a sus rorros a hacer pipí junto a la localidad que ocupaban en el local.

Fue hace muchos años en el desaparecido cine Duque, y en el descanso, entre los anuncios de las próximos estrenos, se colocaba el aviso de «Se prohibe orinar en el suelo». El letrerito fue mandado retirar por un gobernador civil, igual que otro gobernador civil de Málaga mandó retirar del trasero de automóviles de uso privado el cartelito de «No me toques el pito que me irrito».

En otro cine de Málaga, el Plus Ultra, que estaba en el Llano de Doña Trinidad, se recordaba a los espectadores a través de los altavoces que se abstuvieran de fumar, de hablar en voz alta, de molestar, en suma, a la concurrencia. Tras el aviso, y como coletilla final, se agregaba la siguiente frase que pese a los años transcurridos recuerdo como si la estuviera oyendo en este momento: «Los contravectores serán expulsados de la sala sin previo aviso».

Se acabaron las prohibiciones

Ya no se prohibe nada€, y si se prohibe, ni caso. Estamos en democracia y podemos montar en bicicleta por las aceras llevándonos por delante a las ancianitas y al autor de este reportaje; usar las motocicletas sin silenciador y hacer lo que llaman el caballito; tirar los envoltorios del azúcar en el suelo de la cafetería; poner la televisión a todo volumen a las dos o tres de la madrugada; cagarse en la puta madre del árbitro que ha pitado o no ha pitado un penalti (esto nunca ha estado prohibido); montar en botellón donde le venga en gana a cuatro o cinco jóvenes; no dejar el asiento a una señora mayor o a un minusválido en el autobús aunque se indique «Reservado a€»; llevarse las macetas, con los pascueros incluidos, cuando el Ayuntamiento adorna las calles en Navidad; no ceder el paso ni a personas ni a vehículos; poner a 200 por hora el coche aunque el limite esté en 120; en un local cerrado hablar constantemente con el móvil pero gritando tanto que el que recibe la llamada no necesita del teléfono para oírlo; ir al salón de plenos del Ayuntamiento o al Parlamento para protestar a voces por un asunto en que quizá tengan razón los gritones; jugar al fútbol en la playa; quemar los contenedores de basura; inutilizar las cerraduras de bancos y comercios aplicando una inyección de silicona; invadir las aceras con mesas y toldos no dejando circular a los peatones€ En estos casos vendría de perilla aquello de los «contravectores serán expulsados de la sala sin previo aviso».

Hasta en zapatillas

Antes no estaba prohibido, por ejemplo, ir a un cine de estreno en alpargatas o con una gorrilla de béisbol con la visera hacia atrás, que no sé entonces para qué sirve porque su función es evitar que los rayos solares impidan una buena visibilidad.

Tampoco estaba prohibido ir a una conferencia, un acto académico, una visita de cumplimiento, una boda, un bautizo€ descamisado, descorbatado, en chanclas, sin peinar€ La gente, por respeto a los demás y a sí mismo era consciente de la necesidad de ir presentable a esos lugares. La norma no escrita pero sí respetada era utilizar para esas ocasiones el «traje de los domingos». Se producían algunas excepciones, como la que viví un verano en el despacho de una autoridad de la provincia de Málaga, cuando uno de los asistentes se presentó con una guayabera de color amarillo o naranja. El gobernador, que no tenía pelos en la lengua, le espetó más o menos «que no era el atuendo más indicado para asistir a la reunión».

El «traje de los domingos», menos mal, lo utilizan en Málaga los jóvenes en dos ocasiones: para llevar un trono de una procesión de Semana Santa y para asistir a la boda de un amigo. El resto del año lo tienen colgado en el armario empotrado de su casa.

Pero debía prohibirse...

El espectáculo que dan algunos diputados del Parlamento español y del catalán, que son los más vistos por televisión porque los de otras comunidades no se recogen en los telediarios e informativos, es lamentable.

Algunos, además de desprestigiar el lugar donde se regula la vida del país, se presentan, valga la expresión, impresentables. Los parlamentos de todas las comunidades merecen el máximo respeto.

Quizá los presidentes deban contemplar la posibilidad de prohibir la presencia de esas personas elegidas democráticamente si no van vestidas y calzadas con un mínimo de respeto a la sala y a lo que representan. Quizá haya que colocar un cartelito que antes se colocaba en muchos establecimientos: «Reservado el derecho de admisión».

El letrerito de marras, que se colocaba en lugar bien visible en establecimientos públicos, ya desapareció porque se discriminaba a una parte de la sociedad. Efectivamente era discriminatorio, pero se evitaba la presencia de indeseables o individuos «anti todo». Todo está permitido€ hasta cierto punto.

Al filo del comentario de Celia Villalobos sobre las rastas de un diputado en el Congreso y los posibles piojos, y la alusión de la periodista Pilar Cernuda en la misma cámara manifestando que «olía mal» con referencia clara a la falta de aseo de algunos «señorías», me permito sugerir a don Patxi López la compra de envases industriales de ozonopino, un producto que se utilizaba en los años 50 y 60 del siglo pasado para eliminar el olor a humanidad en los cines.

El verbo prohibir

El verbo prohibir es, en principio, desagradable porque a nadie le gusta que le prohiban algo; debe salir del fuero interno de cada uno lo que debe hacer y lo que no debe hacer. Pero este principio, por desgracia, no se acepta ni si ejerce por una parte de la sociedad. Hacer lo que le venga en gana a cada uno no es aceptable. Por eso, guste o no, hay que recurrir al odioso verbo transitivo prohibir para evitar el caos total al que estamos abocados si no se adoptan unas mínimas reglas de urbanidad.

Cuando yo era chico -ya no se emplea el adjetivo chico para situarnos en la edad temprana- en los colegios se enseñaba urbanidad. Existía la Cartilla de Urbanidad en la que se relacionaban las pautas a seguir para una buena educación. Existían también la Cartilla Militar, que se entregaba a los soldados y en la que se reseñaban las particularidades de la vida militar, la Cartilla de Racionamiento, documento imprescindible para poder adquirir alimentos y artículos en época de escasez€ El PSOE de Zapatero impuso una cosa que se denominaba algo así como Educación para la Ciudadanía.

Esto de la prohibición me retrotrae al desafortunado 23 de febrero de 1981, cuando Tejero Molina irrumpió y secuestró el Parlamento. Aquel golpe se frustró a las pocas horas y todo volvió a la tranquilidad. Al comentar el hecho con un amigo, le pregunté qué había sentido al oír por la radio noticia del de golpe de estado. Me respondió más o menos: «Pensé que si el golpe triunfaba y volvían las prohibiciones cerrarían los cines dedicados a películas X o pornográficas».

-¿Es que tú frecuentas esos cines?-le pregunté.

-No, no he ido nunca.

-¿Entonces€?

-No voy. Pero sé que podría ir. Y me jode que lo prohiban.

No se prohibieron, los cines que proyectaban películas X e ignoro si mi amigo llegó a ir a alguno en alguna ocasión.