­A las diez y media de la noche, en un Ayuntamiento fantasmal, con largos pasillos en sombra, un fotógrafo amodorrado se reclinaba en la garita que flanquea la entrada al despacho del alcalde. De vez en cuando, en la cristalera, la silueta de algunos de los miembros del pobladísimo comité de empresa de Limasa se movía y daba la impresión, casi de pecera, de que, con un poco de suerte, quizá en las horas siguientes podía pasar algo. El clima era soporífero, toda una invitación a la huelga de libretas. Si el conflicto cronificado entre los trabajadores y el Consistorio se dirime en buena medida en la opinión pública, el ambiente que reinaba la noche del pasado domingo entre los periodistas, garantes, en teoría, del tratamiento de la información, da buena cuenta de lo que suscitan cada vez más la colección de batallitas municipales en torno a la basura: bostezo tras bostezo. Y, sobre todo, exasperación.

Después de más de una década de enfrentamiento larvado, con alguna que otra alianza intermedia, casi siempre decretada con suspense, la negociación va pareciéndose poco a poco a una de esas discusiones bizarras que a menudo se dan en los bares y frente a las que el personal de la casa, que en este caso es el pueblo, le empieza a importar generalmente una higa quien lleve la razón: lo único que quiere es que se callen y que se quede limpio el mantel. Porque quizá, entre tanto ruido de fondo, todos, incluida la prensa, perdemos de vista la única verdad que es de interés público en este asunto: que Málaga está regularmente hecha unos zorros y que el sistema de gestión de la limpieza utilizado por De la Torre no funciona. Ni siquiera con los parches que le aplica cada cierto tiempo, y a las bravas, a modo de concesión.

Más que saber si el convenio laboral que tiene que aplicarse es el aprobado para el bienio 2010 y 2012, como, por otra parte, dice la justicia, lo que habría que evaluar, y con seriedad, es si el modelo de Limasa, de capital mixto, es la mejor opción. Mientras tanto, la novela dantesca por tomos, con su rueda frenética de protagonistas y antagonistas. Al comité se le critica por hacer precisamente lo que tiene que hacer un comité: sacar el máximo provecho para los trabajadores, con independencia de que a la otra parte le toque despilfarrar. A nadie se le escapa que muchos de los derechos de los que disfrutan los trabajadores -ojo, ahí, con lo del puesto hereditario- son excesivos, cuando no de inspiración camorrista, o peor aún, sálica y borbónica, pero también que están ahí porque alguien, nada menos que el Consistorio, los ha firmado sistemáticamente para ir ganando tiempo y evitar la reacción airada del electorado frente a un más que presumible cansancio general. El último capítulo de este círculo vicioso no es ya la huelga, tan nociva como legítima, sino el no ser capaces ni siquiera de ponerse de acuerdo para un último intento de conciliación. Mediáticamente todos han perdido la guerra. Y Málaga sigue sucia. Sin que se atisbe, ni allá a lo lejos, ninguna solución.