­Lo primero que vio Delacroix, entonces un joven pintor, no fue a la libertad guiando al pueblo. El estudio estaba en penumbra, aunque no lo suficientemente oscuro para tapar el olor a podredumbre, los cadáveres fríos y diseminados, las luces leves del color sobre el óleo y, coronando todo el espectáculo, el rostro nervudo y sobreexcitado de Théodore Géricault, que sabía que estaba frente a su gran oportunidad para concebir una obra maestra. El artista se había obsesionado con el naufragio de La Medusa y fiel a su sentido del verismo no escatimaba medios técnicos para lograr documentar el suceso de la manera más realista posible: desde el posado y el testimonio de los protagonistas a modelos tan heterodoxos como los cuerpos que alquilaba en la morgue para precisar el trazo. Un esfuerzo de ocho meses, cercano a la demencia, que serviría, no obstante, para trasladar el hundimiento a las capitulares, menos fugaces que las de la prensa, de las enciclopedias y de la historia.

El talento y la obstinación de Géricault supuso un contrapunto romántico al neoclasicismo imperante en la época; donde sus coetáneos ponían patrias y leyendas, el pintor de La Medusa mitologizaba los horrores cotidianos. Una vocación que permitió dar entrada a la gran pintura del siglo a temas más propios de los periódicos. El más conocido, el del naufragio, que contribuyó decisivamente a la eternidad renovada a diario de la que hoy disfruta el relato. En el Louvre no hay jornada en la que no se hable frente al óleo de la misión al Senegal y la balsa de los horrores.

A Géricault, que apenas contaba con 27 años cuando terminó la obra, el cuadro, de dimensiones épicas, le supondría la consagración. Ninguna otra pintura goza de tanto prestigio como testigo del romanticismo. Eso no significa, sin embargo, que cubriera de oro a su autor, cuya vida, al menos en malditismo, no le fue demasiado a la zaga a la tragedia de La Medusa. Lejos de contar con los encargos y los favores de aristócratas y gobernantes, Géricault se dio a la vida tormentosa. Con un catálogo abierto, además, que incluyó un romance con su tía y una enfermedad que acabaría consumiéndole tan sólo cinco años después de dar por terminado el cuadro. En sus últimos años, se dedicó a pintar a internos de un sanatorio mental. Nada menos grandilocuente.