­Con decenas de estudios publicados y una lista de intereses académicos que incluye desde Kant y la poesía de Hölderlin a los Estados Nación, José Luis Villacañas (Úbeda, 1955), constituye una especie de quimera viviente: la de ser filósofo, respetado e, incluso, leído sin haber tenido obligatoriamente para ello que hacer las maletas y buscarse la vida en otro país. Catedrático de la Complutense, ex director general del Libro de la Generalitat Valenciana, su influencia, indiscutiblemente independiente, llega hasta Íñigo Errejón, que consideró un «honor» ser citado en uno de los artículos que semanalmente escribe para el grupo editorial de La Opinión. Ayer disertó sobre identidades nacionales en La Térmica, en una nueva sesión del ciclo de conferencias dirigido por el politólogo Manuel Arias Maldonado.

España siempre ha estado alanceada por sus famosas disputas internas. ¿En qué ha fallado su discurso histórico? ¿Es todo cuestión de singularidades irreconciliables?

España se ha visto abrumada por el síndrome de la nación tardía. Al definirse más tarde que otros países como territorio, ha ido arrastrando una angustia existencial permanente que sólo ha sabido contrarrestar con procesos acelerados de autoafirmación. Y eso, como es lógico, ha generado reacciones en los poderes periféricos y ha puesto en marcha un círculo vicioso con dos actores, Estado y nacionalismos, en continua pugna ansiosa por ejercer y amplificar su voluntad.

En el caso de Cataluña la tentación separatista ha ido en aumento. ¿Qué circustancias han precipitado el amago de ruptura territorial?

Confluyen varios factores, cada uno en su estrato y con su lectura histórica. En la época contemporánea, está claro que el franquismo provocó que muchos catalanes vieran en la independencia una vía para romper con la dictadura y buscar por otro camino la construcción de una democracia con respaldo internacional. Tampoco contribuyó a sofrenar los ánimos, desde luego, la segunda legislatura de Aznar, que, en un intento de compensar su primera etapa, quiso usar la Constitución para recentralizar el Gobierno y homogeneizar a todas las regiones. Eso, sumado a la crisis, ha hecho que los catalanes experimenten cierto temor a perder a medio plazo su cultura histórica y convertirse en una comunidad más.

¿El proceso es irreversible?

Es una situación compleja. Entiendo que la configuración independiente está fuera ya de la agenda real. Y lo está, porque la globalización trabaja con la dimensión española, y, en segundo término, porque la Cataluña actual no es el territorio monoparlante y plenamente autonomista de los años treinta; ahora su dibujo social es más complicado. Y uno de los grandes problemas para los soberanistas está en Barcelona, que es la capital y no apoya el separatismo. Cataluña, en esta coyuntura, peleará por dotarse de estructuras de Estado y tendrá que negociar para alcanzar un acuerdo.

¿En qué medida la presencia de nuevas figuras políticas altera el mapa de los nacionalismos? Lo pregunto, sobre todo, por el apoyo electoral brindado a Podemos.

Podemos es un agente político novedoso y su reto, en cuanto a tal, es apostar por un camino inédito y propiciar la cultura adecuada para que éste llegue a buen término. Su papel podría ser muy importante en la articulación de las distintas nacionalidades, pero para eso necesita romper con la herencia de antiguos referentes de la izquierda que abogan por una solución muy diferente, a menudo centralista, cuando no directamente caudillista y basada en un Estado omnipotente. Si logra desprenderse de ese legado, podría influir en la creación de una sociedad federal.

¿La reforma constitucional es ya inevitable?

Sin duda, pero está claro que debería plantearse de un modo más amplio y generoso; más importante que la letra de la Constitución es el marco que la hace efectiva, y eso comporta incluir en el proceso la ley electoral, entre otras cosas, porque necesitamos un sistema que concilie los derechos autonómicos con la configuración del Estado. Hasta ahora, los acuerdos que se han puesto sobre la mesa han sido decepcionantes. Nadie ha hablado de reformar el Consejo General del Poder Judicial para garantizar la independencia, ni de poner coto a la corrupción con una ley que garantice el control real. El sistema en España es imperfecto, se inclina de manera estructural hacia la corrupción. Si los nuevos gobiernan con las mismas reglas, no nos queda otra que confiar en la buena voluntad. Y eso es peligroso.

El auge de los movimientos independentistas coincide con un mundo de paradigma cada vez más global. ¿Hay causalidad?

Ciertamente no son fenómenos ajenos entre sí. Las identidades locales suelen salir fortalecidas por los procesos que generan miedo y desprotección. Y es obvio que estamos frente a uno de ellos. El hecho de que las estructuras diseñadas para frenar los efectos de la globalización hayan acabado por favorecerla ha tenido como consecuencia todo este tipo de reacciones en cadena: si el muro creado para defendernos se rompe, lo normal es que los muros se multipliquen por doquier. Y la Unión Europea, en ese sentido, no ha estado a la altura.

Europa ha pasado de ser una ilusión a ser percibida por muchos estados miembro como una jaula y un problema. ¿Se darán más tentativas de separación?

Ese escenario sería el apocalipsis para todos. Cuando Varoufakis o, incluso, Podemos plantean la reestructuración de la Unión Europea pecan de un error de análisis; a lo que hay que referirse no es en puridad a una transformación innovadora, sino a la restauración de su planteamiento original. Europa surge para protegernos de la globalización, para hacernos fuertes.

Últimamente esa percepción no es, ni mucho menos, la mayoritaria.

Y es lógico. El cambio de dirección asumido por Alemania ha derivado en todo lo contrario. Y si se continúa con la misma política es más que probable que toda estas tensiones internas se agraven. Si se vuelve a un encontronazo en Francia y Alemania, el proyecto verá su fin. Europa debería aprender de su historia y saber que la solución para su equilibrio está en la entrada de nuevos actores. Y ahí Turquía está llamada a ser protagonista. La crisis actual es una oportunidad. Pero para eso hay que saber organizar la asistencia a los refugiados y organizar bien la distribución del asilo. Y procurar el alto el fuego en Siria. Europa está pagando su pasividad. La UE no puede ser sólo el sujeto político que paga los efectos de una agenda internacional errónea.