Esta noche ha fallecido en Málaga el empresario y fundador del Grupo Myramar, Miguel Rodríguez Ruiz. Para quienes le conocían de verdad sobran todas las palabras y recuerdos que se me agolpan ahora en la mente. Era un empresario modélico y todo corazón.

Cuando se empieza de la nada, el camino es como más fácil; a quienes se les da todo por hecho, mantenerlo les resulta, en ocasiones, como subir al Everest sin oxígeno. La última vez que me crucé con Miguel Rodríguez Ruiz, empedernido corredor de fondo, fue en 2013. Yo iba en el coche, aparqué y quise saludarle; no fue posible. Se había perdido por los callejones del Perchel. A sus 79 años paseaba por las calles de Málaga con la dignidad que le daba el haber sido un empresario modélico, entregado a Málaga: un empresario de raza, como lo ha definido su hijo que recuerda los inicios de su padre como tornero de Renfe, la modesta vivienda de Carranque y el primer camión como transportista. Iba como siempre, de porte erguido en su andar, con mirada al frente, y la socarrona sonrisa que se cuajaba en sus labios cuando se entraba en terrenos de los que no quería hablar. De haber nacido en Estados Unidos de Miguel se diría que se hizo a sí mismo, que recogía botes y botellas de coca cola y que miraba el dólar, entonces la peseta, como a la niña de sus ojos. De la nada se hizo uno de los empresarios de la construcción que más respeto concitó a su alrededor, y mira que es difícil.

Yo conocí a Miguel Rodríguez, con su socio Porras, en los años setenta cuando se fogueaba la empresa madre y familiar, el Grupo Myramar, que con Edipsa marcó toda una época en la gestión empresarial, en el sector que mejor terminaron por dominar, el de la construcción de viviendas. Un ejemplo que, en los tiempos que corren, nos hace a muchos reconciliarnos con la sociedad. Por unos minutos me olvidé de las plagas de Egipto que asolan al suelo patrio.

Miguel, al que conocí cuando yo trabajaba en el periódico Sol de España, nunca desafinaba, estuviera donde estuviera, por su sentido común, su claridad de ideas empresariales y porque se adentró en el mundo de la construcción con un espíritu todo lo alejado de lo que Rafael Chirbes escribe en sus famosas novelas 'Crematorio' o 'En la otra orilla'. Mirada al frente, con los ojos despejados de las legañas que almacenaban ya entonces algunos especuladores del ladrillo y sobre todo con una obsesión de la que hago gala porque me lo confesaba en tardes del escaso asueto al que se dejaba: "Mira, Juan, hacer bien las cosas y que quien te rodea pueda tener los estudios y la formación que yo no pude tener". Y así fue.

Recuerdo cómo se le llenaba el corazón de gozo y se le hinchaban las venas de alegría al estallar que Miguel, su hijo, había estudiado en los Estados Unidos. Eran años en los que el tándem Miguel Rodríguez y Paco Porras marcaba el buen hacer de la promotora de viviendas que les daba vida, capaces de sostener y mantener cientos de puestos de trabajo, y algo que me marcó en una entrevista que le hice para Sol de España al decirle que hablar y escribir de Copyrsa era entrar en el santuario de una construcción excelente y símbolo del buen hacer.

No puedo olvidar en la visita de trabajo que le hice en las oficinas de la Avenida de Andalucía su expresión de gozo contenido cuando me presentó a su hijo, ya entonces aprendiendo a tirar del carro y sorbiendo, buche a buche, las enseñanzas de quien se había ganado el respeto como empresario y de su amor a Málaga. Lo dicho, un empresario al que el corazón le podía, que en esa visita comprobé que seguía enamorado de su profesión, de Málaga, del futuro de Málaga, con ideas nuevas y prometedoras; un emprendedor -palabro que me provoca urticaria- que pinta canas y del que se puede afirmar, sin temor a error, que es un hombre cabal. Los nombres de quienes conforman el listín de corruptos de la España bananera a la que nos quieren llevar se me olvidaron durante unos minutos.