Soplaba el viento con marcha ruinosa, enmohecida, sobre el cañaveral barato. Había un trasfondo de verano con lagartija. El sol innombrable golpeando rudamente, con ese ritmo cariado de humedad que deja a la naturaleza en Málaga con síndrome de matojo peleón, encajada como un islote. El poeta Joao Cabral de Melo Neto, con su traje de diplomático, mitad sabio criollo, mitad cóctel de plumas amarillas, debería parecer, pisando los campos, una especie de perversión colonial mirando la trama del nuevo mundo que en el fondo era el viejo, superponiendo al tantán del Brasil su portugués hecho de pensamientos de Europa y de aguas fluviales. Encendido por la pasión gitana, con una lanceada del flamenco todavía picándole el vientre, el escritor veía el paisaje de la Costa del Sol y tejía un mapa imposible de asociaciones y contrastes con su Pernambuco natal, donde, por crecer, hasta las alcantarillas están dispuestas a dejarse mimar por la lluvia y convertirse algún día en orangutanes.

De su visita a Málaga, de la visión de las cañas de azúcar, él, nacido entre campos incontenibles, dejó un poema que, como casi toda su obra, se convirtió de inmediato en un clásico de la literatura en portugués. Medio siglo después de aquello, el texto, Pernambucano e Málaga, se puede escuchar hasta en la lista de sugerencias de los más populares reproductores virtuales, dando testimonio de una relación geográfica espiritual sin antecedentes en la historia. Nadie hizo tanto ni tan profundo por Andalucía en el Brasil y puede que hasta en el idioma de Camões y de Drummond de Andrade. Cuando al final de su vida las autoridades turísticas de Sevilla fueron a verle para rendirle homenaje, el poeta todavía se emocionaba al pensar en ese otro sur que tan bien supo sintetizar y que se le acabaría infiltrando para siempre en su obra, con toda sus cascada de impresiones feroces y su pillería al uso de redobles y guitarras.

El poeta Cabral de Melo Neto se enamoró de Andalucía, con mucha más fuerza, no podía ser sino desgarro, que de Barcelona, que fue su primera misión diplomática en España y, donde lejos de vivir arrinconado, entre diligencias burocráticas y saudade, se había convertido también en un artista emergente en Europa. En el momento de recibir el encargo por parte de Brasil de viajar a Sevilla y estudiar el Archivo de Indias, el eterno candidato al Nobel ya era una personalidad en Cataluña. Su modo de entender la literatura, que Saramago compararía en cuanto a grado de innovación y forja propia con el de Pessoa, le había abierto las puertas del entonces grupo emergente Dau al Set. Cabral de Melo Neto ya no era simplemente un cónsul de ascendencia literaria; colaboraba con Joan Miró, con Brossa. Y su nombre sonaba con fuerza entre los valores con mayor recorrido de la poesía hispanoamericana.

Tres décadas antes de ganar el Reina Sofía, a finales de los cincuenta, el escritor paseaba por Sevilla, decía aquello que más que civilizar la tierra, había que sevillanizarla, hacía anotaciones sobre el ambiente, olisqueaba en el mundo de albero de los toros y hasta de la Semana Santa -le llamaba la atención que cada barrio andaluz tuviera una virgen y ésta a su propio equipo de fanáticos, a los que comparaba con las torcidas del fútbol brasileño-. El sur nunca salió de la cabeza de Cabral de Melo Soto ni tampoco de sus poemas, por donde circularían nombres como Belmonte o Manolete. Además, claro está, de Málaga, ciudad a la que conoció en una de esas frecuentes rutas que peinaban con la luz del mar la estampa de bandoleros y de aventura con la que entonces se amalgamaban las leyendas locales.

En la Costa del Sol, fueron los cultivos de caña. Pero también la pobreza, arremolinada entre los soportales, con su ruido de sandalias sueltas y nucas a navaja. «La caña dulce de Málaga / se da escurrida y cabizbaja /en aquel porte raquítico / de niños abandonados», reza el famoso poema. El gran poeta de Pernambuco, con su sensibilidad aguda hacia los que menos tienen; la misma mirada, en esos días en la provincia, que recorrió la zona más empobrecida de Brasil componiendo el canto célebre de los desheredados, el poema Morte e vida severina, musicalizado posteriormente por Chico Buarque. «La música me adormece, el flamenco me arrebata», señalaría. Cabral de Melo Neto, el diplomático, el brasileño, el andaluz pasional, murió en 1999, poco después del homenaje brindado por Andalucía. Ciego, achacoso y con un tiento todavía fresco de saeta que le hizo preguntarle a su amigo, el teólogo Loenardo Boff, si era posible seguir viviendo después de muerto como contaban en la infancia. «No te preocupes, los poetas no van al infierno», le replicó. Málaga y Andalucía quizá todavía le siguen esperando.