­Pasillos todavía hechizados, casi cavernosos. Anotaciones débiles a lápiz en las paredes. Sonido, en la lejanía, de los transistores de los operarios. Si toda obra en curso funciona en la imaginación como un juego inevitable de fantasmas, la del Miramar, con su rocambolesco pasado, introduce de inmediato al paseante en un castillo de sombras, muchas de ellas indóciles y distribuidas por capas, afines a la memoria en función de una experiencia, la del edificio, que en Málaga, tiene más de conciencia colectiva que de andanzas personales. Por más que se escucharan historias gloriosas del hotel, la imagen más recurrente seguía siendo la de los juzgados. Hasta el punto de que había que meter la pala, retirar secuencias y secuencias de togas y de fotógrafos arracimados frente a la verja para llegar a los Hemingway y Maureen O´Hara y a todas las alusiones novelescas de sus primeros años. Ahora, y tras poco más de dieciocho meses de intensa transformación, ha ocurrido lo contrario; el hotel, con sus arrullos casi centenarios, se echa directamente encima del visitante. Y es a Jesús Gil y su camisa abierta al que hay que buscar, si se quiere, en un tiempo remoto y felizmente clausurado.

La reforma emprendida por el Grupo Santos y por el equipo de José Seguí ha tenido la virtud de reafirmar su filosofía por la parte más vistosa. La vuelta al uso original del edificio, inaugurado en 1926 como establecimiento de gran lujo, ha implicado un cambio de color; del albero impostado, que en Málaga ni siquiera cuenta con tradición, se ha regresado al blanco. Un tono hecho de cal y de arena de mortero, como de piel de gaviota bajo el sol, que ya a simple vista reconcilia con la proximidad del mar y la luz del Mediterráneo.

En el jardín frontal del Miramar, que ha conservado todos los árboles, Seguí y José Luis Santos, el dueño, dan detalles de cerca de la operación emprendida con la fachada. De sus explicaciones brota la silueta de un edificio que después de muchas décadas encuentra de nuevo la marca de Fernando Guerrero Strachan: los elegantes estucados, el influjo modernista y de Gaudí, la decoración. La obra ha rescatado las pinturas y adornos que recorren sus frentes superiores. Incluidos los jarrones, a los que en breve se unirán dos centrales de mayor tamaño en un juego de peones y alfiles pensado para rodear la corona del centro. Sobre esta última decisión, José Luis Santos explica: «Hemos decidido volver a ponerla no por cuestiones ni remotamente políticas, sino porque formaba parte del proyecto original», indica.

La remodelación del Miramar, que encara ya su recta decisiva, ha supuesto una minuciosa labor de indagación y consulta: Seguí y su equipo han trasteado fotos, planes maestros, escritos. Todo para reconstruir el palacio de la manera más fidedigna posible y conseguir que las nuevas aportaciones fomenten el sentido de unidad y se relacionen con el conjunto sin desentrañar tensiones estéticas ni desajustes.

Al abrir la puerta del edificio, con la memoria de la sede judicial ineludiblemente fresca, son dos las sensaciones que dominan: la primera es la presencia del mar, que ha pasado de estar difuminada a percibirse por todos los rincones, y la segunda, la certidumbre, casi rigurosa de un sólo vistazo, de la magnitud de la reforma llevada a cabo en el interior, que supera, y con creces, a la de la fachada. De los compartimentos y habitáculos cerrados de los juzgados, se ha pasado a espacios abiertos y amplios y una lógica actualizada de patio que hace que el inmueble reluzca desde cada una de sus perspectivas posibles. El antiguo vestíbulo, por donde procesionaban a diario abogados y ujieres con sus paquetes de legajos, ha sido descorchado con una cúpula que persigue un efecto luminoso parecido al del Louvre, de manera que la vista de los pasillos y habitaciones superiores ya no descansa en el punto ciego sobre el que se posaban los despachos, sino en una especie de fachada interna, repleta de sol y con guiño permanente a las galerías de paseo del inmueble.

José Seguí refrenda, bajo el lenguaje sobre el terreno de los cascos, las dimensiones de la restauración. «Se han retirado 700 metros cuadrados de añadido», reseña. Cuando, después de los retrasos y los problemas de la crisis, las máquinas entraron en el edificio, la labor principal tuvo mucho de esa concepción de la escultura que distinguía a buena parte del Renacimiento italiano: más que construir, el equipo se vio obligado a retirar sesudamente lo superfluo, que en este caso no era mármol, sino una cantidad descorazonadora de apliques y soluciones momentáneas: el palacio, sus adornos y escalas, había sido modificado sin miramientos para adaptarse a las necesidades funcionales de la vida judicial; en muchos puntos se actuó como si se tratara de un cuerpo vacío, sometiendo a un sobreesfuerzo titánico de supervivencia a algunas de las tramas arquitectónicas originales. «Hay elementos que no se han caído porque, como decía un viejo profesor que tuve, una construcción, aunque sea por milagro, siempre tiende a mantenerse en pie», precisa Seguí.

Lejos de la retórica fría y, en ocasiones, anchurosamente arrogante que define a muchos constructores, José Luis Santos, el propietario, da la impresión de ser uno de esos hombres del norte que hablan con alma y sentido de hogar hasta cuando le ponen un plano por delante y le abren los micrófonos los de la prensa. «Para mí un hotel es como el matrimonio, es mi vida y no pienso renunciar; hay que cuidarlo día a día», sostiene. Mientras camina por la obra y se detiene generosamente en explicar hasta los detalles más recónditos, hay algo, un pensamiento, que se repite: la vocación de permanencia. El empresario está empeñado en que la reforma sea duradera. Y eso hace que se le vea a menudo sopesando con el equipo de trabajadores la elección de cada uno de los materiales: «La diferencia muchas veces en el mercado es de un 10% o un 15% más caro, pero merece la pena porque estamos hablando de que permanezca o no», dice.

En la obra del Miramar, el grupo Santos se ha propuesto contar en lo posible con proveedores de la tierra. El mármol, que procede de las canteras de Macael, recorre la balaustrada y se mezcla con el travertino para dar lugar, junto a una rosa de los vientos, a un impresionante salón de eventos con capacidad para más de mil personas. De nuevo, irrumpen los fantasmas: esta vez en una sola dirección. Qué dirían Rita Hayworth, Ava Gadner. El tiempo adopta pose de coherencia después de décadas de interrupciones.