Personas muriendo. Huyendo y quemándose. Animales gritando de dolor. En ese recoveco de la memoria humana el desierto tiene su sitio inamovible. Representa a la urgencia arcaica, a la vida indefensa y desnuda, al estado primitivo. El desierto no tiene el menor interés por el ser humano. No lo necesita. Por la misma razón el ser humano tuvo que escapar de él. En esa dilatación temporal que estrecha los días y comprime las horas, apenas fue ayer cuando se produjo uno de los episodios más negros en la historia de España, la Guerra Civil, con miles y miles de personas emprendiendo un éxodo forzado. Entre tantos, una joven malagueña que ahora tiene 94 años. Desde las vistas limpias al mar que brinda su piso en El Palo, Toti Vega (Clotilde), ofrece el testimonio de una biografía que está a punto de extinguirse. Una historia entre miserias, huidas y libertades. La de los niños de la guerra, las piezas más frágiles dentro de una Europa, entonces, atravesada por la oscuridad y la frialdad militar.

Cuando cayó por el precipicio en una falda de los Pirineos un 28 de enero de 1939, lo único que le salvó la vida a ese cuerpo escuálido y desnutrido fue un puñado de rastrojos y raíces que hicieron de red para detener su caída al precipicio. Había sobrevivido a los bombardeos de Madrid, pero un camino excesivamente estrecho y un descuido estuvieron a punto de acabar con su vida a los quince años. «Recuerdo que llevábamos días sin comer y que lo único que tenía encima era una maleta de cartón. Dentro había una vestido rojo que me había hecho mi madre para los días de fiesta. Le tenía mucho cariño», relata Toti que lo que le importaba en aquel momento, fue ver como perdía lo único que le recordaba a la persona de la que se tuvo que separar dos años antes.

Mente y memoria lúcida

Ahora, cuando a Toti se le ilumina la cara, estabilizada psicológicamente y en una condición física envidiable, ya no queda nada de esa impotencia que le invadió cuando tuvo que dejar atrás a su Málaga natal debido al levantamiento militar. Cuando, en reiteradas ocasiones, el silencio suele vencer a los recuerdos, Toti detalla con precisión milimétrica cada giro de una huida que, en su caso, comenzó con una huida a la capital. «Mi madre tenía un hermano que era maestro en Madrid y nos marchamos con él». Cuando el frente cercó a la capital, la música de viento se convirtió en una manida rutina. «Lo de Madrid era una cosa terrible. Estaba rodeada completamente, menos la carretera con salida a Valencia. Recuerdo los obuses caer al lado de nuestro piso en Fuencarral. Lo peor eran los bombardeos de noche. Mi abuela me llevaba junto a dos primas al metro de Tribunales y dormíamos ahí», relata Toti la historia de días vacíos y noches largas, cuando hacía ya tiempo que los colegios dejaron de funcionar. Con Madrid tomada y las tropas nacionales acechando, Toti se subió junto con otros niños a un camión para salir de una zona en guerra.

Fue el momento en el que se separó de manera definitiva de su allegados y se dirigió en un convoy a Mataró. Una villa, propiedad de los dueños de las fábricas de Chocolate Amatller, iba a servir como primer refugio. Dos años más tarde, se vio obligada a marchar de nuevo. Esta vez, fuera de España. Fue, entonces, cuando acometió la ya mencionada travesía de los Pirineos. Una acción de noche y niebla que recuerda como algo traumático: «Tuvimos que dormir en la nieve. Lo único que llevábamos para cubrirnos era una manta. Teníamos mucho miedo porque las tropas fascistas estaban avanzando. Hasta que no logramos cruzar la frontera con Francia no comimos». El destino, entonces, una fábrica abandonada en un pequeño pueblo fronterizo que hizo de subterfugio porque las tropas nazis ya avanzaban.

Después de un mes que Toti describe con temor, afincados y durmiendo sobre el terreno pedregoso de aquella fábrica, Bélgica se ofreció a acoger a niños españoles. Tanta saña había percibido, hasta entonces, que aquel recibimiento populoso en la estación de trenes de Bruselas, con miles de personas aguardando la llegada de estos niños, le sugirió una primera conciliación con el ser humano. Las condiciones en la que llegaron y que relata con sumo detalle Toti, dan buena cuenta de un drama sucio y hambriento: «Llevábamos más de un mes sin bañarnos. Cuando nos examinaron los médicos de la mutualidad socialista, vieron que estábamos comidos por la sarna. Prepararon una bañera con agua amarilla. Ningún niño se quería meter del miedo que nos daba», sonríe ahora sobre el efecto que causó el azufre en lo que a ella le pareció entonces algo parecido a una pócima tóxica. Con aquel baño sanador, Toti puso fin de manera simbólica a una batalla truculenta contra el polvo el hambre y el frío en una tregua que le llevó a los brazos de su familia de adopción en su destino final, Ostende. Aquella paz momentánea, en la que Toti trabajó en la librería de su familia, iba a durar poco. La locura nazi seguía torpedeando y, a pesar de que Bélgica se declaró neutral, las tropas de Hitler enfilaron hasta la ocupación. «El sonido de las botas de los soldados alemanes al impactar con el suelo es algo que aún tengo en mente», describe Toti una especie de claqueo infernal a punto de anunciar la llegada del apocalipsis. Decidió integrarse en la resistencia belga como estafeta, a la espera de poder volver a España. Fue en 1942, cuando después de varias negativas por parte del bando alemán, pudo reencontrarse con su madre en unas naves de un Auxilio Social en Fuenterrabía. «No paramos de llorar y de llorar», relata. Ya, en 1948, con los casquillos de bala aún rezumando pólvora, Toti regresó de nuevo a Bélgica. Conoció a Paul Mandeville, su marido y fiel escudero. Ahora, ambos se asoman y miran al mar. Lo que queda de una vida que se puso cuesta arriba, es una imagen de Toti en blanco y negro y colgada en la pared.

Un amor que le llevó a vivir en el Congo Belga

El marido de Toti Vega es Paul Mandeville. En la imagen se ve a ambos disfrutando en su piso que tienen en El Palo y al que acuden para pasar varias etapas a lo largo del año. Se conocieron en un baile en Ostende, cuando Mandeville servía como joven recluta para el ejército belga. Después de finalizar sus estudios como abogado, el Gobierno belga le ofreció un cargo como administrador en el Congo Belga, en representación del rey Leopoldo II de Bélgica. En un primer momento, este paso contó con la negativa de Toti. «Yo le decía que no le acompañaba. Cómo iba a ir si estaba en contra de las colonias», explica. Finalmente, su marido la pudo convencer y hasta ahora no se han separado. Sobre estas líneas, una foto en la que Toti aparece junto al resto de niños que entraron con ella en Bélgica.