Sin servicios, sin electricidad y sin duchas. Lo único que queda en esta historia trágica de días vacíos y noches largas es una última chispa de esperanza. Al final, resulta que de lo más cerca que está uno de algo en Europa es de sí mismo. Así se ha confirmado cuando se optó por encasquetarle la crisis de los refugiados, la diáspora más grande que se ha visto desde la Segunda Guerra Mundial, al más débil de la comunidad. Grecia es un país que lleva años estrangulado por la crisis económica más severa en su historia y que ahora lucha, como puede, por desactivar el mayor polvorín humano que hay ahora mismo planeando sobre Europa y que tiene su epicentro en Idomeni. Una pequeña localidad en la frontera entre Grecia y Macedonia que se ha convertido en la metáfora perfecta para confirmar que no hay en el mundo dos mitades perfectas. El pasado 30 de abril, Francisco Guzmán, un malagueño de Miraflores, militante de IU y que en las pasadas elecciones fue el número 1 al Congreso, se subió a un avión con rumbo a Atenas para enlazar posteriormente con Idomeni, donde se encuentra desde el 1 de mayo.

Frío, humedad y enfermedades. Es el primer resumen que hace Guzmán cuando se le pregunta por las condiciones en las que más de 10.000 refugiados están ahora mismo a la espera de la nada, porque lo único cierto que hay ahora mismo sobre su futuro es que a las puertas de Idomeni hay todos los días una cola de autobuses esperando para deportarlos de vuelta a Turquía. «La intención de desalojo del campo está provocando incidentes graves La situación es crítica por la tensión creciente. Hace unos días hubo una revuelta por el insostenible clima y los refugiados clamaron que se abriesen las vallas para continuar hacia el norte de Europa. Durante la misma se produjeron ciertos disturbios con fuerte presencia de seguridad», confirma Guzmán destacando que en Idomeni los rumores son incluso más peligrosos que el frío y las enfermedades.

Arenas movedizas. La mayoría de los aproximadamente 10.000 refugiados son sirios. Algunos, asegura Guzmán, portan carteles en los que se pueden leer mensajes del tipo de «no nos peguéis» o «abrid las fronteras». Porque, a pesar de los severos rapapolvos y de las bolas de goma que lanzan los cañones de los antidisturbios, los refugiados intentan a diario saltarse las vallas que les separan de su sueño. Los rumores se comportan como arenas movedizas y son para Guzmán la prueba de una gestión nefasta que a él, como europeo, afirma, le ha hecho «sentir vergüenza diaria». Porque el día a día es uno de los mayores problemas, precisamente, por la falta de un horizonte claro. «Es terrible. La gente no sabe ni en el día que vive. Los mayores yacen en las tiendas de campaña y los niños deambulan por el campo», describe Guzmán la rutina de unos refugiados en tierra de nadie.

La lluvias torrenciales también han llegado estos días a Idomeni y han convertido el mar de tiendas de campaña en un lodazal gigante. Un campo de refugiados en el que la desesperación crece a diario, mientras que los niños han vuelto a jugar de nuevo en el lodo. «El día a día que padecen los exiliados en Idomeni es un infierno en vida, un ataque a los derechos fundamentales y un auténtico y vergonzante genocidio. Antes, Europa podía parecer un modelo a imitar, ahora me da vergüenza, porque es un símbolo del desprecio al derecho de asilo y al respeto de los derechos humanos», sentencia Guzmán sobre la realidad en Idomeni. En la tienda colindante de Guzmán hay un bebé de 20 meses. La última chispa de esperanza.