Para muchos fue lo más raro que pasaron ese año por el NO-DO. Un montón de señores, porque sólo a los señores les venía dado el don del juego, rodeados de autoridades franquistas, sobriamente engalanados, sin que hubiera siquiera un pantano de por medio. Franco no vino de chiripa, un poco por rancio desinterés, pero también porque todavía no estaba Fraga, que era a quien solía mandar como visir cada vez que tocaba hurgar en asuntos radioactivos o dialogar con los extraterrestres. Para un dictador de celosía y tapete, suntuariamente negado para lo abstracto, los reyes vivían en Estoril y el peón se movía en clandestinidad y casi siempre como un aprendiz de rojo. En el tablero del aperturismo, si hubieran dado a elegir, habrían preferido a las suecas. Y no por rijosidad ni por contagio de cupletista, sino porque lo otro, el ajedrez, debía de flotar en la conciencia del régimen como una pelota negra, una idea a la que sólo la afición de algunos buenos marqueses libraba temporalmente de las porras y de la detención por desacato.

Stalin escuchaba a Maria Yudina en las noches de insomnio. Hitler tenía los aguafuertes. Y, Franco, como dictador, no entendía de sutilezas. Todavía hoy pintarle moviendo un alfil sería un jeroglífico, porno duro conceptual de los que excitan a los galeristas de arte y a los nostálgicos. A veces el burro se acerca al abrevadero en busca de miel; en otras ocasiones no le entra ni con un embudo de plata. Y menos si venía en jerga rusa y desde una zona, la Costa del Sol, que empezaba a ser asimilada por los ministros más avispados como una oportunidad para ganar dinero y romper el aislamiento, aunque fuera, a costa de aflojar, con discreción, con la irrespirable doctrina nacionalcatólica. Con todo el paraíso aún por construir, en Málaga empezaban a pasar cosas extrañas: salían y entraban mujeres en el mar, a menudo con tejados de luz en los cabellos, la juventud bailaba el rock, venían estrellas del cine. Y, para colmo, se inventaban nuevas excusas de ocio potencialmente domingueras. La más noble y aristocrática, el ajedrez, que había ido ganando en los salones tanto peso como para convencer a las autoridades de la necesidad de montar un gran torneo.

La invención, en 1961, del certamen internacional de la Costa del Sol, que fue moviendo su sede por las diferentes poblaciones con asiento turístico de la provincia, tuvo que sonar a una especie de locura centelleante; en el hotel Pez Espada, los mismos camareros que habían servido a actores de Hollywood y a exóticas emperatrices se desvivían ahora por atender a un montón de gente encorbatada que apenas chapurreaba el español y que se pasaba las horas estudiándose en silencio como enamorados inconclusos frente a un confesionario abierto. La imagen del gran Svetozar Gligoric, que ganó la paradigmática primera edición, fue, a su modo, la antítesis complementaria de la visita de Rita Hayworth; un balcánico alargado, parecido a un suspiro de Gargallo, que seguramente estaba tan perdido y feliz en Torremolinos como un capellán resignado al infierno en el carnaval de Minas Gerais.

Durante más de dos décadas, y con un impulso inicial que incluyó todo tipo de reseñas y partidas memorables, el invierno en la Costa del Sol cobró también la forma elegantemente batalladora del tablero. Por los hoteles más señeros iban desfilando las estrellas, cada una con sus hábitos y sus manías, las mismas que hacían saltar de júbilo literario a Fernando Arrabal y Marcel Duchamp, dos enormes practicantes: Lajos Portisch, el hombre récord, cantando arias por los pasillos, Miguel Najdorf, con su talante entre mundos, coqueteando con las limpiadoras. O el propio Gligoric, de quien dicen que, a falta de trebejos, aprendió el oficio jugando con tapones de corcho de botellas de vino -vinos, se entienden, que costaban menos que un alfil, calculen con imprudencia el resultado-.

El torneo de Málaga sirvió, además, para consolidar en sus primeros años a un talento con mucho eco en la historia, el belga Albéric O´Kelly de Galway, que se impuso en tres ocasiones, empleándose a fondo y con frecuencia poniendo sobre el tablero la apertura que acabaría llevando su nombre. El jugador era en ese momento el campeón mundial de ajedrez por correspondencia y tenía un peso en los circuitos internacionales tan indiscutible que su país no se lo pensó a la hora de condecorarle. O´Kelly de Galway, en Málaga, funcionó con épica babilónica, tumbando rival tras rival y presentando condolencias en alguno de los siete idiomas que dominaba. Luego vendría, a su modo también genial, Alfredo Landa, Khassoggi, Gary Lineker y hasta Sofía Loren. Las fichas, no siempre blancas ni negras, de la costa.