Una vez más lo hizo la Antonia. Se convirtió en Saritísima, apellido Montiel, con uno de sus golpes de raza, de tientos de abanico, que lo mismo calcinaban La Mancha que hacían que todo un americano entrara en órbita y se olvidara del Hudson y de su tinta acristalada. Esta vez fue cosa de un francés, y no de uno cualquiera, sino de Maurice Ronet, un tipo que recitaba de memoria parrafadas enteras de Malcom Lowry y al que una vez se le vio en Ronda amarrándose los calzones y saliendo en burro de una cueva. Seguramente, fue lo más raro que hizo. Y todo, por culpa de la Antonia, ese poema verbenero escrito con violetas, que era una mujer muy así, de las que agarran la lógica y la chalanería de clase y la ponen a compartir jergón mientras se fuma un cigarro y se habla de la infancia. Y más, en un lugar como la Costa del Sol, patria chica de los romances atravesados, de los cruces imprevistos, de las aventuras macarras.

No podía ser otro sitio que la provincia el que sirviera de cobertizo para el galanteo de Ronet y Sara; nada más respetuoso con la tradición de la cantante y su manera de resolver por los estribos el eterno problema de las antinomias y la disolución de los contrarios, esa misma medicina que ya habían probado antes Anthony Quinn y cuentan, incluso, que Ernest Hemingway. Con el artista francés, el rito también se cumplió en todos los cánones; Ronet, polifacético y culto, pertenecía a esa clase libresca que la Saritísima no solía encontrar a menudo entre cuplés, a no ser con aire taciturno y hundido entre las copas. Un intelectual, en suma, y la Antonia, la fórmula tantas veces repetida, pero, en este caso, con el agravante funambulista del burro y de la peripecia.

La pareja se había conocido en el rodaje de Carmen la de Ronda, una cinta, de Tulio Demicheli, que ya se planteaba desde el principio como una mezcla maravillosa de pequeños milagros; que Maurice Ronet se hubiera acostumbrado en esa época a aceptar producciones extranjeras no suaviza el grado de extrañeza. Todavía hoy ver el nombre del protagonista de Ascensor para el cadalso al lado del de la Antonia produce una maravillosa incandescencia. Y más, si se sabe que el artista, en sus estancias en la Costa del Sol, supo disfrutar sin pudor del arte de dejarse llevar, una suerte de laissez faire entendido a la española que incluyó, por incluir, hasta una reyerta aflamencada con un grupo de lugareños.

A Sara Montiel desde el inicio del rodaje, Maurice Ronet le inspiraba ternura; lo veía frágil, desconfiado, solitario. Y su compasión, conforme pasaban los días, fue haciéndose cada vez más cercana; con tanto fragor maternal se acercaría la Antonia a socorrer al pimpollo, por entonces de duelo amoroso, que la actriz acabaría por olvidarse hasta de que tenía marido, lo que tratándose de Anthony Quinn no deja de constituir un acto de autosuficiencia admirable. Cosas de la Antonia, que no contenta con pegársela a su esposo mientras éste hacía el primo y el turista por la sierra, aprovechó una interrupción del rodaje, provocada por una tormenta de viento, para irse con el francés y a lomos de un burro a recorrer la zona. La pareja, por el campo, y sin reparos estilísticos; ella vestida de gitana, como los dioses y el director la habían traído al mundo esa mañana, y él, de soldado napoleónico. Cuenta la Saritísima que a los dos, por eso del huracán, les dio el soplo en plena caminata de refugiarse en una cueva. «No precisamente para jugar a las cartas», contaría más tarde, y con garbo, la cupletera. Y allí que estaban, en plena faena, cuando apareció un grupo de rondeños y de buenas gentes, quienes al tomarla a ella como una más del pueblo no dudaron en apelar al espíritu local y al del 2 de mayo y montarles un amago de pogromo.

Sara Montiel y Maurice Ronet se salvaron como pudieron. Incluso, el burro, salió indemne de la lluvia de piedras. La bulla, junto a la Antonia, le tuvo que resultar simpática al actor francés, que, pese a su carácter melancólico, volvería a enrolarse en proyectos cinematográficos en España. En Málaga participaría en Mando perdido, con la conocida panorámica del puerto travestido en un rincón de África. También frecuentaría Torremolinos, esta vez para embarcarse en dos rarezas olvidadas y, en muchos aspectos, también de culto: Amador, de Francisco Regueiro, y Dónde tú estés, de Germán Lorente, una intriga amorosa que contaba con un equipo de guionistas de lujo, entre ellos, Juan García Hortelano y Juan Marsé. Con el autor de Últimas tardes con Teresa, compartió además alguna que otra noche de confidencias y copas en la Costa del Sol. El novelista seguramente encantado de reconciliarse con el placer, caro con el tiempo, de encontrar a alguien del mundo del cine capaz de entregarse a una charla literaria. Maurice Renot era de Poe, de Melville, de tardes tocando a Bach y a Chopin, de poesía entre alcohol en la persecución de la aurora. Por tanto, y ahí está el encantamiento, potencialmente de Sara Montiel. El amor loco, con buen final, que no todo van a ser yates y partidas de golf. Salvo que se empeñara la Antonia.