Para demostrar que está en forma levanta la pierna izquierda hasta una altura estratosférica y echa sendos pulsos al fotógrafo y al redactor de este reportaje. Nada de particular tendría si Alejandro Padilla Pardo, malagueño de Almayate, no hubiera cumplido el pasado 10 de mayo 100 años y hace un mes le hubieran colocado un marcapasos que, bromea, deberá cambiar dentro de diez años. Y otro detalle: no necesita gafas.

«Tengo cinco hijos, 11 nietos y 10 biznietos, el más chico de siete meses. Pocas familias habrá en las que vivan todos y también los padres», detalla feliz. A su lado tiene a Carmen, su mujer y prima segunda, que se apellida igual que él, Padilla Pardo. Carmen es la más joven de la pareja: 95 años. «Tenía 13 años cuando la vi, me dijeron que era muy chica y esperé hasta que cumplió 15 para entrar en su casa y hacernos novios», cuenta su marido, a quien los más veteranos recuerdan como jefe de la estación de Chilches, cargo que ocupó desde 1945 hasta 1968, al cerrar la línea del tren Málaga-Vélez.

Cuando Alejandro nació, allá por 1916, tuvo lugar la Batalla de Verdún, la más larga de la I Guerra Mundial; en las elecciones generales celebradas en España un mes antes venció el Conde de Romanones y en el Palacio Real vivía Alfonso XIII, el bisabuelo del actual Rey.

La infancia de Alejandro Padilla estuvo ligada a la huerta familiar, pues ayudaba a sus padres, Antonio y Agapita. «Mi padre plantaba de todo: cañadulce, pimientos, tomates, habichuelas... y luego lo llevaba en carro a Málaga y lo vendía».

Una vez cuenta que, «siendo chico, iba con mi padre en el carro y al venir para acá, él venía durmiendo y yo arreando y me caí del carro desde lo alto... pero no me pasó nada, no me morí», ríe.

No sería la última vez que arriesgaba el físico. Como la de todos, su vida cambió con la Guerra Civil. Se encontraba en Málaga capital cuando, ante la inminente llegada de los nacionales, escapó por la Carretera de Almería «en bicicleta». «Fui a parar a Torreperogil, pues tenía un primo y después a Guadix. Allí cogí el tren y en Lorca me echaron abajo y me mandaron a Yecla». Estuvo dos meses de instrucción, sin ropa ni dinero y de allí le enviaron a la zona de Valdelatas, en Madrid. «Allí me vistieron, me pusieron una inyección y al mes y poco de la instrucción, al frente».

De su destino en el frente de Madrid en una unidad de ametralladoras, su buena memoria conserva una canción que cantaba con los compañeros republicanos: «Si me quieres escribir /ya sabes mi paradero:/ primera línea de fuego,/ 44 brigada a la que pertenecemos,/ pregúntale a los moros los h... que tenemos».

En el frente, con los nacionales al otro la de la carretera, salvó la vida por unos milímetros cuando, durante un tiroteo, una bala le hizo un agujero en la gorra y terminó incrustándose en una cantimplora que guardaba vino. «Y luego cayó un morterazo y me dañó la pierna, me hizo polvo, me tuvieron cinco meses en el hospital de Madrid de Cuatro Caminos (posiblemente, la Cruz Roja)», cuenta. Pero tampoco allí descansaría tranquilo: «Una noche cayeron unos cuantos pepinazos, me cogieron en un carrito, y al refugio».

«Estuvimos dos años sin saber si estaba vivo o muerto», apunta Carmen su mujer.

Al terminar la guerra en el bando perdedor, el joven malagueño logró hacerse con un salvoconducto, gracias al respaldo de varios conocidos, entre ellos un militar franquista que tenía una finca en Almayate y que garantizó que era «adicto al régimen».

Con esta estratagema, el soldado republicano pudo volver a ver a su familia «y en el año 40 ya estaba de meritorio en ferrocarriles, tuve suerte», resume.

En ese año comenzaba su larga vinculación con el tren. Pues tras ese año «relevando por todas las estaciones», estuvo dos vendiendo billetes en la estación de Vélez y otros dos de factor en la estación de Málaga. En la capital cuenta que ganaba un duro al día y le enviaron una carta proponiéndole la estación del Trapiche con un sueldo diario de 7,50. «Le dije que no porque en Málaga ganaba más dinero (con las propinas) pero entonces me mandaron otra diciendo que por conveniencia del servicio quedaba nombrado jefe de la estación del Trapiche», ríe.

Allí, confiesa, se aburría como una ostra «porque por la mañana bajaba el tren, por la tarde subía y yo haciendo el tonto, sin hacer nada».

En 1945 su vida mejoró al ser destinado al apeadero de Chilches, «con 7 pesetas al día y 2,50 en concepto de plus de carestía de vida». Ese año fue además el de su matrimonio con Carmen en Almayate, en la ermita alta, tras 11 años de novios, a causa de la interrupción por la Guerra Civil. Como recuerda, los novios tuvieron que pedir dispensa por ser primos segundos: «30 duros me costó», nada que ver con las 400 pesetas que pretendía cobrarle un cura de Torre del Mar. «Decía que la dispensa tenía que venir de Roma...».

Alejandro nunca pronunció esa frase que suena en las películas de «viajeros al tren». Tenía su gorra, su banderín y el silbato. En Chilches, el trajín de la línea de Vélez era mayor y nunca le faltó trabajo, porque además de cumplir con su labor en la estación, donde vivía con su familia en el piso de arriba, se ganaba unas propinas bien ganadas con mucho esfuerzo: «En Chilches había muchas huertas y ayudaba a descargar los vagones de estiércol. Ponía el estiércol a la vera de la huerta y me daba dinero todo el mundo».

Había mucho trasiego, sobre todo en dirección a Málaga y pasaban bastantes trenes al día. El de Almayate vivió el cambio del tren de vapor al automotor en los 50. Fue entonces cuando el tren recibió el apodo de la cochinita o el matagallinas: «Antes, trenes pasaban muy pocos y la gente estaba acostumbrada a que hubiera animales en la vía. Pero el automotor mató muchos cochinos y gallinas, por eso le llamaban así», explica Antonio, uno de los hijos de Alejandro.

También en Chilches se jugó la vida en una ocasión, cuando llamaba por teléfono y un rayo atravesó el cable. De ese día le queda la sordera en un oído.

En 1968 el tren Málaga-Vélez se despidió para siempre, aunque las vías se desmantelarían en la década siguiente. Alejandro Padilla pasó a trabajar de portero en un bloque del Patronato de Obras Públicas cerca del actual CAC, hasta jubilarse en 1978. Con la llegada de la Democracia pudo empezar a percibir la paga de inválido de guerra. Todavía recuerda que cuando fue herido en Madrid, «el médico no daba ni la colilla de un cigarro por mí».

Pero aquí sigue, estrenando un marcapasos en 2016, un siglo después de la batalla de Verdún y pasados 80 años de la Guerra Civil. Y sin necesidad de gafas. Ya se las pondrá de mayor.