No eran deportistas. Ni siquiera tenían el estatus de panteras. Pasaban, todas ellas, por una desviación del ballet, una especie de novedad carmelitana en la que el blanco resplandecía como en una tarta de bodas y en la que casi nadie parecía reparar en la ferocidad, en la competición, en el golpe seco. Tenistas había ya unas cuantas, pero no fue hasta Martina Navratilova cuando la vida, y también la prensa, comenzó a tomarse el asunto definitivamente en serio; si Billie Jean King sentó a los hombres frente al televisor, su compatriota de origen checo logró lo que parecía imposible: hacer que a la parroquia macho le costara cada vez más hacer el animal y tirar de teoría supremacista en el uso de la raqueta. Incluso, en el sur de España, donde los últimos flecos del franquismo moral empezaban a sucumbir entre palmeras recién plantadas y hoteles para el veraneo; aquí, en Marbella, quién lo diría, Martina Navratilova encontraba razones para descansar y seguir apuntalando su leyenda. Y, además, con menos coste que en Estados Unidos, su país de acogida, donde a veces tenía que enfrentarse a la pesada carga de ser un símbolo y al aliento obcecado de los fotógrafos.

A principios de los ochenta, mientras media España se dedicaba a contar los rizos sacramentales de Butragueño, Navratilova se paseaba haciendo mucho ruido, pero con tiempo para sentirse cómoda y advertir, y sin necesidad de trampas, que la Costa del Sol representaba su idea de paraíso en la tierra. Aunque pocas veces se la viera fuera de los complejos hoteleros y de las pistas de entrenamiento, la tenista decía que Marbella era su casa en Europa. Y lo demostró con una determinación que no quedaría agrietada ni con la mala suerte de la primera visita, que fue arruinada por completo, y en menos de veinticuatro horas, por una de esas lluvias inclementes con las que a veces Málaga parece querer demostrase que también sabe ser europea. A Martina Navratilova, lo de que le prometieran sol y la recibieran con nubes no pareció gustarle nada, pero volvió poco después. En buena medida, por la fama que tenía la provincia y, sobre todo, por el empeño del hotel Don Carlos, que se había convertido en una capital de la disciplina en un momento en el que en España al tenis sólo jugaban Santana y los hermanos Sánchez Vicario. Y para colmo, con las mismas expectativas que hoy asisten a un licenciado malagueño: la de meterlo todo en una bolsa de deporte y salir a buscarse la vida al extranjero.

La apuesta que había hecho el establecimiento de Marbella, con la colaboración de otra grande, la propia Billie Jean King, no era, ni mucho menos, modesta. El complejo había conseguido convertirse en la sede continental de la WTA -el equivalente femenino a la ATP-, lo que supuso que sus instalaciones fueran utilizadas por las mejores estrellas del momento. Martina Navratilova no sólo no fue una excepción, sino también una de las visitantes más precoces, reponiéndose, además, del fiasco de la lluvia y sin que la derrota modificara en lo más mínimo sus intenciones. Poco le importó que la tormenta fuera el preludio de su derrota en la final de Rolland Garros; la tenista siguió adelante con sus planes, desobedeciendo, incluso, a sus entrenadores, que la animaban a quedarse en Londres para ir practicando en la hierba antes del inminente campeonato de Wimbledon.

A diferencia del frustrado intento anterior, la campeona americana sí pudo disfrutar esta vez de unas vacaciones fructíferas; el entrenamiento en Marbella le sirvió para tonificarse e imponerse en el torneo británico. Navratilova no vino sola; y se trajo una comitiva que incluyó a sus personas de confianza de Estados Unidos, además de a su pareja, Judy Nelson, y los hijos pequeños de ésta. Durante la estancia, la leyenda del tenis compaginó las sesiones de entrenamiento con un sentido saludable de la holganza y de la vida familiar que no sacrificó la práctica de deportes complementarios como la natación y la hípica. De su presencia, en el exterior, apenas se supo de una cena en Benahavís y de una visita a las joyerías más reputadas de Marbella. Tampoco es que la tenista se preocupara mucho en ocultarse: flanqueada su entrenador y de su guardaespaldas, tuvo la gentileza de convocar a la prensa española, a la que reprendió cariñosamente por la poca visibilidad del deporte femenino y la obsesión futbolera.

Los pocos alucinados que soñaban con ver a Navratilova jugando en Málaga tendría su oportunidad en 1987, cuando la jugadora, en una de sus idas y venidas por la costa, aceptó participar en el torneo organizado por Santana en el Puente Romano. De ese campeonato, gratis para el público, se recuerda la victoria de Arantxa. Y no sólo por hacer patria, sino porque, en ese tiempo, ganarle a Martina, aunque fuera en un amistoso, era más difícil que desplazar el Everest y situarlo de un puñetazo frente a las narices de Mahoma. Navratilova se merecía sol. Y lo tuvo. Aún lo tiene. Con el fardo imborrable de su leyenda.