Aparece sobre la arena. Ansiosamente raquítico, como si el hambre de vida y de pintura le quitara grosor humano. Más que un hombre parecía una escultura soñada por sí mismo, una insinuación de pájaro broncíneo, con una mano de saludo de general derramada sobre el horizonte, protegiéndose del sol. Todavía no era Wifredo Lam, pero sí un joven cubano con ojos sobriamente trazados, un negro de los que de vez en cuando se paseaban por España del brazo de alguna buena señora, con las ventajas e innumerables inconvenientes de ser la diana de la condescendencia colectiva, siempre atenta en ese tiempo a rebajar sus prejuicios con todo lo que tuviera que ver con el exotismo y con la nostalgia de las colonias. Venía directamente de las penurias de Madrid, con ganas de seguir aprendiendo, mirando obsesivamente el mar, los modos de vida campesina y, sobre todo, las huellas, entonces escamoteadas, de Picasso, con el que más tarde trabajaría en París.

Las fotos de ese verano, inéditas hasta la exposición del Museo Reina Sofía, revelan a un Wifredo Lam en sintonía con sus biógrafos, ardientemente inquieto, con celo inquebrantable por asimilar, en su categoría política y poética, todo lo que se ofrecía a su alrededor. Desde los movimientos de su acompañante, Balbina Barrera, que se había traído a sus seis hijos, a una Costa del Sol en pañales y ferozmente desnutrida, sin más hechizo que el ruido de las olas y la luz. El pintor tenía 33 años, la edad cristera, y era su estancia iniciática en Europa, capital para su formación. La inclusión de la provincia en la ruta, casi sin documentar, obedeció a un paréntesis de sus estudios en el Prado y en su introducción en los círculos culturales y contestatarios de la capital; fue un viaje con su amiga, casada y de envidiable posición, que se prolongó más de lo previsto y que en sus últimas semanas incluyó una escala en Granada para conocer La Alhambra y visitar a García Lorca, quien, como más tarde Duchamp o André Breton, se sentía fuertemente interesado en el talento del pintor. Wifredo Lam caminaba en ese tiempo al lado de la sombra del artista en el que no tardaría en convertirse y esa misma sombra, al igual que él, se proyectaba sobre las calles de Málaga, dejando a su paso miradas de extrañeza, provocadas en parte por su aura, pero también por el maridaje de unos rasgos personalísimos y desacostumbrados, con notas de herencia china, española y africana. Fue uno de los grandes viajes de descanso que hizo con Balbina, a la que había conocido en el Prado en la época en la que él disfrutaba de una beca y ella acudía a diario al museo para hacer copias de los clásicos. La amistad, con las playas de la provincia en uno de sus faros, perduraría, arrastrando consigo un intercambio de cartas que se alargaría durante décadas y que constituye el principal armario de la correspondencia ilustrada del pintor, actualmente objeto de pujas millonarias en las casas de subastas.

En el verano de Málaga pocos podían intuir que detrás de ese hombre enjuto que recorría la ciudad rodeado de niños se ocultaba uno de los artistas de mayor proyección del siglo, un vanguardista con resonancia de tradiciones y pensamiento mágico, que recogió todos los ismos e influencias posibles para construir un ismo propio, en ocasiones alentado por los lugares que visitaba y en otras por la huella de amigos como Picasso, que le contagió el gusto por el arte tribal. La ciudad, en sus pocos meses de estadía, tampoco le dejaría indiferente: aquí se reconcilió con los paisajes marítimos que le había esbozado Altolaguirre. E, incluso, frecuentó la colección del Museo de Bellas Artes, instalada en el actual Ateneo. Era 1935 y su conciencia convulsionaba, tanto en el frente lírico como popular. Wifredo Lam fue de los que se movió por el mundo a bofetadas; primero, en Cuba, con el militarismo de Machado, más tarde en la Guerra Civil española, de la que huiría después de haberse implicado en la causa republicana como cartelista y responsable de una fábrica de munición. Y una tercera vez en Francia, con el ascenso del colaboracionismo, que le forzó a salir hacia la Martinica en el famoso barco de intelectuales en el que también viajarían Breton y Levi-Strauss. De todas esas migraciones, aunque ricas en su sedimento pictórico, el artista conservaría la pena por haberse tenido que desprender de muchas de sus obras. Acosado por los ingratos acontecimientos políticos, Wifredo Lam iba superando crisis personales y artísticas y confiando sus cuadros a amigos e instituciones. Por la exposición del Reina Sofía se ha sabido que dejó alguna pieza en Málaga. Procuren abrir los ojos: cosas más raras se han visto en los baños de Roca, quién sabe si donde pisan se esconde un primerizo Lam. El hijo del chino Enrique que amontonaba guijarros en Cuba, el español apesadumbrado por el avance del franquismo, el cosmopolita parisino adorado por los artistas, el inclasificable habitante sublunar de las islas del Caribe. Un paseante anónimo, bajo la lujuria estridente del sol. Malagueño por un verano, cuando todavía a las Ava Gadner y las Gunnillas no les habían hablado de los balcones de España que dan a la mar.