Por estas fechas, exactamente la víspera de San Juan, durante varios años se daban cita en La Palmilla personas de uno y otro sexo que en alguna parte del cuerpo tenían algo tan desagradable o antiestético como una verruga, una excrecencia cutánea molesta en algunos casos, desagradable cuando aparece en una parte visible del cuerpo humano y en casi todos los casos preocupante según algunos médicos porque puede derivar hacia algo peor.

Se daban cita en La Palmilla porque una señora de cierta edad las curaba restregando en la verruga la savia de unas plantas que en la noche de San Juan recogía en las zonas no edificadas de la barriada. A medianoche, antes del amanecer, recogía con sus propias manos unas hierbas silvestres que, según ella, una vez restregadas con cierta fuerza, hacían desaparecer varios días después las antiestéticas muestras que hoy se eliminan a través de la cirugía menor.

Un día de San Juan, casi al alba, me trasladé a la barriada citada para comprobar in situ lo que me había contado un compañero de la prensa escrita, Pedro Antúnez, que antes de escribir en los periódicos y radios había sido árbitro de fútbol.

Cuando llegué a la calle donde vivía la señora en cuestión no tuve que preguntar dónde se hallaba la curandera o hierbatera, que es la definición más exacta de la persona que emplea hierbas para sanar o curar. Un centenar de personas hacían cola para ser tratadas; hombres, mujeres, niños€, aguardaban para ser atendidas por la experta en la utilización de hierbas para eliminar verrugas.

Sin entrar en más detalles informaré de que uno de mis hijos de corta edad entonces tenía una verruga en la rodilla. Ella le restregó unas cuantas hojas por la verruga€ y a los cuatro o cinco días desapareció.

Sobre el tema escribí una crónica para el diario La Vanguardia de Barcelona, de la que yo era corresponsal en Málaga.

Un médico catalán

Al año siguiente, en la misma fecha -casi en la madrugada del 24 de junio-, por mera curiosidad y para darle las gracias a la hierbatera, me acerqué de nuevo a La Palmilla. Igual que el año anterior, en el mismo lugar, otro numeroso grupo de personas hacía cola para someterse a la sencilla sesión de frotar hojas de no sé qué variedad sobre una o varias verrugas.

Descubrí la presencia de un señor bien ataviado que observaba el trabajo de la señora, y no recuerdo cómo, establecimos un diálogo que me dejó un tanto perplejo. Me confesó que era médico, que ejercía su profesión en Barcelona y que en su día había leído mi crónica en La Vanguardia.

Le había interesado tanto la noticia y las posibles curaciones, que decidió trasladarse a Málaga al año siguiente en la fecha indicada, para comprobar la veracidad de lo que conté y conocer así a la mujer de marras.

Se puso en contacto con ella€ y así casi acabó la historia. Meses después supe que la señora había abandonado su vivienda en La Palmilla y se había establecido en la calle Ayala donde montó un pequeño comercio. Había abandonado la actividad.

Antes de poner punto final a esta rúbrica tengo que aclarar que nunca cobró nada por este servicio a los demás. Solamente se limitaba a decir, cuando alguien le preguntaba qué le debía, «la voluntad», que era un precio o valoración por un trabajo que era muy corriente entonces.

La gente hacía trabajillos, chapuzas, cosas de poca entidad€ por la voluntad. Eso ya no se lleva y me parece muy bien porque cada trabajo debe ser remunerado, y lo de «la voluntad» tiene visos de limosna.

Mordiento y sintiendo

Yo no sé si en otras latitudes más cercanas o lejanas se ha utilizado o se sigue utilizando la expresión o ruego de «la voluntad» por un trabajo realizado; en Málaga hace tiempo que nadie me ha pedido la voluntad por hacerme un agujero en una correa. Ya todo se cobra, y más en estos tiempos en los que hay gentes muy poderosas que cobran por no hacer nada. Basta con mirar el hemiciclo del Congreso de los Diputados con más de la mitad de los escaños vacíos. Sus señorías tienen otras cosas que hacer. Y no cobran «la voluntad» sino mucho más.

Como me gusta entretenerme en el uso de las palabras, y en el desuso de muchas, hay dos expresiones muy malagueñas que están desapareciendo del uso diario. Son los gerundios de dos verbos muy usuales: morder y sentir. Lo de morder, por ejemplo, lo tenemos en un futbolista que creo que está en la plantilla del Barcelona que fue castigado en más de una ocasión por morder a un jugador del equipo rival.

En Málaga, con nuestra particular manera de expresarnos, los gerundios de los dos verbos citados, forman parte del léxico popular. Mordiendo, por ejemplo, no lo usamos solo cuando estamos masticando un trozo del turrón duro, o cuando un perro de los que no hacen nada pero que muerden al que no le cae bien. Mordiendo, en malagueño, es sinónimo de observando, mirando, espiando€ «Aquí mordiendo», como se oye decir de vez en cuando.

Con el sintiendo pasa igual, pero con sinónimos diferentes: sintiendo es escuchando, oyendo, atendiendo a lo que hablan otros€ «Estoy sintiendo lo que dice la radio€».

Cascarilla

Hace unos meses leí una novela titulada La isla de las mil fuentes, escrita por Sarah Lark, alemana de nacimiento y que reside en España. Un novelón de cerca de setecientas páginas. La acción se centra en la isla de Jamaica en el año 1729 y siguientes.

Me sorprendió el nombre de una hacienda o propiedad donde se cultiva caña de azúcar: Cascarilla Gardens. Casi toda la trama se centra en la citada explotación, donde negros procedentes de África trabajan en condiciones inhumanas porque son esclavos y por lo tanto tratados como tales. Pero en fin, la historia no viene al caso.

Lo que me llamó la atención fue el nombre de la hacienda: Cascarilla Gardens. Lo de Gardens no viene al caso. Lo curioso es la elección de Cascarilla, vocablo que me llevó a la niñez, cuando para calificar a un niño o adolescente ridículo, insignificante, de escasa presencia, que jugaba mal al fútbol, que no destacaba en nada€ se empleaba esa palabra, cascarilla.

Hacía tiempo que en el lenguaje familiar, sobre todo referido a los niños, no oía el recurso de tildar a un novato, que no está a la altura media del mundo en que se desenvuelve, como cascarilla. Pero sé que todavía se utiliza para bien del vocabulario malagueño.

Ignoro si en otras ciudades, pueblos y comarcas de España se emplea o se ha usado la palabra en cuestión en el sentido apuntado. Ni siquiera en el buen comentado Vocabulario Popular Malagueño de Juan Cepas se incluye cascarilla.

En la Enciclopedia Espasa aparece cascarilla como diminutivo de cáscara, y en el diccionario de la Academia de la Lengua, tiene varias acepciones, como corteza de un árbol de América, quina, laminilla de metal muy delgada€ Pero para señalar a un niño torpe jugando al fútbol, por ejemplo, no se emplea el cascarilla.

Resumiendo: siguen existiendo en el mundo de los niños los cascarillas, aunque quizás haya alguno en el Parlamento y en el Senado, donde a veces ni asisten a las reuniones porque están en otras cosas o porque no dicen ni mu en las discusiones. Se limitan a votar lo que el partido ordena, y a veces pulsan el botón equivocado.

Sin embargo está en desuso la exclamación «¡cáscaras!», sustituida por «¡jóder!», como también se ha eliminado, referido a los homosexuales, el calificativo «es de la cáscara amarga». Ahora se ha extendido, empobreciendo el vocabulario de la lengua española, el uso del gay, que se pronuncia guei. Así somos más internacionales.