Se le veía relajado, animal de camisa abierta, casi como una sombra que se le presumía de serie al paisaje, incluso cuando no estaba, feliz estando y no estando en el verde de esa pradera al rape que son los campos de golf. En cada hoyo se agitaba algo parecido a su nombre, pronunciado con afán monoteísta y al mismo tiempo amigable por el resto de jugadores, pensando algunos de ellos, mientras se referían al americano, en lo extraño de su familiaridad. Bing Crosby, la leyenda, estaba ahí, a la mano, al otro lado de la duna de hierba, y quizá ese había sido uno de los secretos de su éxito: el parecer, incluso, desde la tele y desde Nueva York, uno más de la familia que cenaba en Nochebuena, empeñado, con su canto, en reescribir la Navidad. En la cima de su fama, el cantante era tan americano que acabaría convirtiéndose en español, muriendo como un torero. O al menos, en la plaza, tan querida y pacificada, de los lagos, el swing y el albatros.

Ese día aciago de 1977, Crosby, sufrió un infarto mientras caminaba, despreocupado, hacia la cafetería de la casa de campo del club. Estaba acompañado de amigos españoles, que más tarde recordarían su buen humor durante aquella mañana, el saludo que hizo a unos obreros para los que entonó una estrofa a petición, la jugada, entre afortunada y magnífica, que había dejado unos minutos antes sobre la geometría rala del green. Sucedió en un campo de La Moraleja, en Madrid, pero bien podría haber ocurrido en muchos otros lugares del país. Para el cantante, toda esa profusión de jardines acondicionados y de cielos ceremoniosamente azules, se le deberían de representar como una trama de recuerdos superpuestos, un amasijo de sensaciones en el que con cada golpe de brizna se levantaban igualmente trozos de ciudad, los campos americanos, con el malagueño Pepe Gancedo llevándole camuflado un jamón, Sotogrande, las islas.

Por supuesto, y de manera dichosamente reiterativa, también la Costa del Sol. En las décadas de los sesenta y los setenta el artista, tan influyente en estrellas como Frank Sinatra, hubiera podido redactar si quisiera una guía para profesionales sobre las instalaciones de la provincia. En muchas, como las de Torrequebrada y Las Brisas, aparece, ya para siempre, en la lista de clientes ilustres, al lado de los aristócratas y empresarios de éxito que posteriormente fueron incorporándose al culto nada lumpen de la pelotita. Crosby era un asiduo, venía casi todos los años, en ocasiones de tan buen tono como para dejarse en casa y en América el peso de la fama y salir a pasear y a ser agasajado por el público local. En 1962 aceptó incluso ponerse frente a los micrófonos de Radio Juventud, todavía furiosamente enturbiados por las arengas de odio que habían poblado las ondas de Málaga durante el golpe militar que dio lugar a la Guerra Civil.

Poner la radio buscando la estela pirenaica y escuchar de fondo a Crosby, entrevistado en ese tono parroquial y descorazonadoramente blanco que tenían los oradores de los primeros años de franquismo, cuando el régimen se obstinaba en suprimir las miserias y la conmoción, tuvo que suponer obligatoriamente un golpe fibroso de irrealidad. Ahí, después de Eisenhower, estaba la voz de América, en este caso menos preocupada de meterse en concordatos y en camisas angustiosas que en marcarse un buen golpe en cuanto terminara la canción. Eran los tiempos de los niños prodigio y de los primeros conjuntos, una época que chocaba de manera frontal con el gusto anglosajón, que había hecho del cantante una referencia global. En pleno despliegue de lo que pomposamente recibiría más tarde el nombre de comunicación de masas, el artista había hecho algo, que más allá de las ganancias personales, le ha sido a veces poco reconocido: preparar el terreno a Sinatra, a los Beatles, a una manera de entonar que se desembarazaba de los corsés solemnes para adentrarse en una lírica doméstica de matices susurrantes, con la palabra melodiosa que venía del habla y de la narración oral. «Nos gusta Bing Crosby porque es uno más de nosotros», decían en América. Y eso que no lo habían visto en Torremolinos o Marbella, con esas orejas tan entrañablemente descosidas, al estilo inquietante de los niños criados con aceite de ricino por el totalitarismo español.

En la Costa del Sol el mapa que le aguardaba siempre no se basaba sólo en el rompecabezas difuso que emparenta en el mundo a todos los campos de golf. También estaba lo otro, la afinidad compartida con amistades con las que coincidía en el apego a la provincia. Su sucesor Sinatra, pero también Dean Martin o la bella y turbulenta Grace Kelly, que antes de echarse a las aguas tranquilizadoras de la aristocracia, mantuvo con él un romance, con el cantante entusiasmado por haber sido capaz de conquistar a una chica a la que casi sacaba más años que Bob Dylan al efecto dos mil. Entre pantalones de cuadros, gorras y recaderos, la provincia de Málaga tuvo a su crooner. Lejos de las tejas blancas, de la fría Navidad.