La configuración genética de los tiburones oceánicos o pelágicos que surcan las aguas profundas del mar de Alborán es, al mismo tiempo, su gran fortaleza y su principal debilidad, asegura en una entrevista con Efe el especialista José Carlos Báez. Este miembro del grupo de investigación de Grandes Pelágicos del Mediterráneo en el centro oceanográfico de Málaga (Instituto Español de Oceanografía) explica que mientras el ADN humano ha evolucionado para adaptarse a sucesivos cambios del entorno, los tiburones pelágicos mantienen un nivel genético «conservador». Esto les ha permitido alcanzar un nivel «óptimo» como depredadores pero, paradójicamente, ha elevado su vulnerabilidad ante desafíos como las alteraciones climáticas, la sobrepesca o la contaminación.

Así, cambios puntuales en una determinada zona de su hábitat -como los del flujo de corriente de nutrientes o el desplazamiento de tormentas- pueden afectar a la conservación de toda la población.

Ejemplos de ello son el cazón (Galerorhinus galeus), «muy abundante en el Mediterráneo», y la tintorera (Prionace glauca), que en la actualidad tienen fuerte presencia en el mar de Alborán.

Entre las especies que transitan esta zona y que figuran como amenazadas en la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza aparecen, con la categoría de «vulnerable», el tiburón blanco (Carcharodon carcharias), el marrajo (Isurus oxyrinchus) y el zorro (Alopias superciliosus). En situación de «peligro» está el martillo (Shpyrna mokarran) y como «casi amenazados», el de aleta negra (Carcharhinus melanopterus) y la citada tintorera.

Pese a la imagen transmitida por las películas de Hollywood, la probabilidad de que un bañista se encuentre con un tiburón «es casi nula» y, si sucede, «suele ser porque el animal esté herido, enfermo o a punto de morir».

En caso de toparnos con uno, Báez aconseja que lo mejor es «no llamar su atención ni despertar su curiosidad».

En el Mediterráneo, países como España e Italia tienen prohibida su pesca pero otros continúan la captura directa para hacerse con sus aletas, un producto «muy valorado» tanto en la cocina como en la medicina tradicional orientales. De hecho, Báez apunta a la pesca del denominado «aleteo de tiburones» como una de las principales causas de pérdida de población. En este contexto, recomienda aumentar el respeto hacia los ecosistemas que comparten con otros animales, como las tortugas marinas, para evitar el actual descenso de su población.

Otro problema es el descarte o «práctica de devolver al mar las capturas no deseadas, vivas o no, por no alcanzar la talla, porque el pescador no dispone de cuota o por determinadas normas de composición de las capturas». Este sistema supone un «alto grado de desperdicio» de animales que, cuando son devueltos al mar, ya han fallecido: la contaminación del agua con estos cadáveres provoca la migración de escualos y afecta a otras especies como las gaviotas «que se han habituado a comer directamente de los barcos».

La contaminación marina es otro de los riesgos para la conservación de tiburones, como demuestran las «micropartículas de plástico detectadas en análisis estomacales» de diversos ejemplares. Entre las subespecies más peculiares, Báez señala el tiburón martillo, cuyo morro con forma amartillada puede ser una evolución destinada a mejorar su hidrodinamismo o quizás una manera de aumentar la detección de partículas eléctricas en el agua y así conseguir una «mayor amplitud en la búsqueda de presas». También se ha referido al tiburón zorro, cuya cola es «casi tan grande como el resto de su cuerpo» y «podría ser utilizada como látigo cuando ataca los bancos de peces».