El mar jadeaba al fondo. Detrás del hotel, de las vocales de loza del acento de Londres, arrastraba una condición fantasiosa, como de foso azul de la campiña o añadido de pintura de museo. Entre sus columnas, tapiado por su colección de apellidos rimbombantes, el Miramar parecía una burbuja con festones sin apenas relación posible con la playa, ese desierto agitado de pescadores y muertos, entonces más una amenaza que una invitación al recreo. La princesa Beatriz de Battenberg, que venía a su vez de otra burbuja, tanto más asfixiante, miraba alrededor del Miramar y quizá sospechaba que en Málaga había mucho más que lo que cubría su horizonte, algo que, como en Londres, se daba más por consabido que por experimentado y que para mostrarse necesitaba un esfuerzo mental e, incluso, físico: saltar por encima de los hombres de cámara, de las ventanas, de una muralla de dominio y de jerarquías construida durante siglos.

La aristócrata inglesa, en sus inviernos en la ciudad, tendría, sin embargo, la oportunidad, al menos una vez, de mirar de cerca ese otro mundo, tan inmenso para un noble de la época como amenazante y desconocido. Fue en febrero de 1927, y por empeño de su hija, la reina de España Victoria Eugenia, que quería conocer los barrios populares. Las dos mujeres recorrieron las calles, entonces enmadejadas, de la Trinidad y El Perchel, asomaron por la conocida curva de Cuarteles, siempre rodeadas de escolta, protegidas por la opacidad del interior del coche. Decenas de niños y de mujeres se acercaban a las ruedas, interrumpían el paso, gritaban de júbilo irreflexivo por la presencia de unos nombres que la pobreza hacía en esos barrios todavía más improbables. No sabemos si la reina sintió miedo, si se arrepintió de la excursión, pero a buen seguro que fue una de las pocas ocasiones en la que pudo disfrutar de la aclamación unánime del pueblo, receloso por las insinuaciones que llegaban de palacio, donde era acusada no sólo del pecado aún beligerante de ser inglesa, sino de haber introducido la hemofilia en la herencia real de los borbones.

A Beatriz de Battenberg, tatarabuela de Felipe VI, hija de la reina Victoria de Inglaterra, el paseo la dejaba, pese a todas sus galas áulicas, en un segundo plano. Todo el protagonismo iba para su hija y para su yerno, Alfonso XIII, lo que no quita que se le tributaran los prescriptivos y pomposos honores de Estado e, incluso, que se comerciara con su figura en esa prehistoria del turismo y de la mercadotecnia. El propio Alfonso XIII era consciente de lo que valía su suegra. Y por eso ofreció su visita como regalo al recién inaugurado Miramar, que con mucho olfato publicitario había abierto sus puertas bajo el nombre de Príncipe de Asturias. «No os puedo dejar un casino, porque la ley lo prohíbe, pero os traeré a cambio cada año a la princesa Beatriz», cuentan que dijo. A la de Battenberg, amante de Málaga, la galantería no le importó lo más mínimo. Es más, se aplicó para cumplirla a rajatabla, casi siempre en febrero y como cura espiritual y física a sus ardores británicos: aquí, bajo la carpa del sol, la princesa Beatriz se recuperaba, quién sabe si además dejando atrás definitivamente la jaula de terciopelo en la que durante décadas estuvo encerrada por su madre. Beatriz fue la última, la preferida, de la reina Victoria, que hizo en versión palaciega lo que las malas amas de antaño: no dejarla ni respirar, negarle el matrimonio y obligarla a vivir a su lado hasta que le llegara la muerte.

Beatriz, por los mandatos de su madre, fue una princesa escriba. Se ocupó durante años de las memorias de la reina. En Málaga acaso midió alguna vez la conveniencia de respetar el texto. Si es así la tarea no le agrió el carácter. O no, quizá, hasta el punto de mantenerla enclaustrada, como si todo consistiera para ella en un cambio estacional de cárceles. La inglesa, con toda la tradición de sinecuras y demás anacronismos de pernada, hizo, sin embargo, por su ciudad de vacaciones mucho más que otros que con toda su fama posmoderna van de gentiles benefactores. En uno de sus viajes al Miramar, tuvo la amabilidad de interesarse por la propuesta que le formuló el Sindicato de Iniciativas Turísticas. Y apadrinó la construcción del primer campo de golf de Andalucía, el actual parador de Málaga. La princesa Beatriz se implicó en el proyecto y fue artífice de la llegada de un arquitecto de prestigio, Harry Colt, la gran referencia en aquellos días para este tipo de complejos.

A la Battenberg, en sus rondas por la provincia, no hay que pedirle milagros; sería ingenuo, incluso, ofensivo, pensar en ella como en una especie de heroína del pueblo. Ni la aristócrata ni tantos otros de su misma escala nobiliaria hicieron mucho por romper con el trabajo esclavista ni con la miseria, pero gracias a la princesa Málaga obtuvo por unos años el privilegio simbólico de ser residencia alternativa de la monarquía española. Su amor a Málaga se tradujo en golf y borbones para La Malagueta. Y en un delicado murmullo en inglés. El de la burguesía decimonónica, ascendente del guiri, a su modo, también remoto.