­Avanza el empleo hotelero. Con una propulsión directamente asociada a las cifras de récord y a la borrachera de satisfacción que parece distinguir actualmente a la industria turística. Aunque todavía a mucha distancia del resto de indicadores -el de las estancias, fundamentalmente- el trabajo evoluciona ya en un línea incontestable y positiva, desplazando el debate de la parte numérica -esto es, se están creando puestos- a la cualitativa, que es la que mide la calidad y las condiciones laborales. Una vez frenada la tendencia a la destrucción, lo que resta es aclararse con cuestiones como la carga de horas y ocupaciones que soporta cada empleado. Y aquí, los últimos datos dibujan la botella medio llena y a la vez semivacía, con matices esperanzadores y otros que hablan de una situación que, pese a la euforia generalizada del sector, continúa siendo de puertas para adentro obstinadamente difícil.

Si se abstraen las cifras del INE correspondientes al mes de junio, las más recientes en cerrarse a nivel estadístico, una conclusión salta a la vista: la explotación, entendida, en este caso, como el exceso de exigencia por trabajador, se ha rebajado este curso, pero está todavía muy lejos de los números que lucía la Costa del Sol durante los años anteriores a la crisis. Así, en términos brutos, la provincia cuenta en la actualidad con 15.063 empleados para 641 hoteles, una cifra superior, en ambos sentidos, a la de 2015 (13.968 y 616), aunque preocupantemente por debajo de los registros de partida con los que arrancó el verano de 2007, en el que se contaba con una plantilla más voluminosa (15.365) . Y lo que es más significativo, con una obligación, en teoría, un 11 por ciento más baja, ya que la planta hotelera ha aumentado en el periodo en 64 establecimientos.

La progresión va poco a poco ganando en tono, como se puede inferir del hecho de que en los últimos doce meses el empleo haya crecido más (9,7 por ciento) que la oferta regalada de alojamientos (4 por ciento). El cambio, si bien innegable, no quiere decir, sin embargo, que se haya abandonado la precariedad sobrevenida con el receso económico. Al menos, no a nivel matemático. Y más si se vuelve a poner el foco en los registros de finales de la pasada década, cuando todo parecía más acorde al discurso sobre la calidad de los servicios que se invoca con frecuencia en la industria. Especialmente elocuente en este sentido es la comparación con 2008, un curso en el que la provincia partía con 539 trabajadores más. Y para hacerse cargo, de nuevo, de una suma bastante más llevadera de establecimientos (538).

Las cuentas, sometidas a la imprecisión de las diferencias de tamaño entre los establecimientos, adquieren más visibilidad si se utiliza como baremo principal el número las habitaciones. Aquí, de nuevo, se reproduce el esquema: los hoteles de Málaga invierten en plantilla, pero la carga laboral, y más si se compara con el pasado reciente, prosigue en registros manifiestamente mejorables. Las cifras actuales, sin ir más lejos, presumen unas condiciones todavía deprimidas, concentrando en cada trabajador el peso de tres habitaciones. Y, además, sin experimentar grandes cambios respecto a 2015. Y eso a pesar de la pérdida en conjunto de 987 plazas. La cuota también en este punto habla por sí sola. Y más si se coteja con la del aludido de 2007, año en el que la misma operación matemática daba como resultado la inversión de términos, con 3 trabajadores por dormitorio.

El panorama global de la provincia es producto de las tensiones y los contrastes que se dan en cada una de las zonas costeras, donde se advierte un modelo más reforzado en función a la exigencia -Marbella y Estepona, sobre todo- y otro en el que los trabajadores soportan mayores dosis de precariedad, que una vez más coincide con Fuengirola, Torremolinos y Benalmádena.