El estado claustrofóbico en el que se encuentra la ciudad, viviendo su propia semana de catarsis provocada por la contemplación del declive en el que se ha sumergido a golpe de macrobotellón y vino barato, está dejando una desgracia que va in crescendo en la medida que van pasando los días. Ayer, al salir de trabajar a eso de las 20.00 horas, que en el Centro Histórico se ha convertido en algo así como un toque de queda, me tropecé con una estampa ciertamente arcaica y absolutamente deshumanizada. Agachada en plena vía, con las bragas bajadas y simulando un puente sostenido entre tobillo y tobillo, una joven confundió la céntrica vía con un parque para el desahogo de canes. Seguramente, en el discurrir de su vida normal, suele amanecer los domingos por la mañana revestida de ese halo de ángel y olor a melocotón que invita a un beso cariñoso, pero del que ayer no quedaba pista alguna. No pude evitar fijar la mirada en aquel riego orgánico que emanaba entre sus piernas, cuando ella elevó la mirada y se sintió violentada en su intimidad a pesar de exponerse deliberadamente a ello.

Sin detenerse en su alivio, me aguantó la mirada y se dirigió hacia mí en los siguientes términos: «Jódete». Alto y claro. Captando el mensaje aunque ciertamente asustado por su virulencia, reprimí la respuesta que se merecía y salí corriendo en busca de refugio. Para dimitir de la ciudad, decidí hacer lo mejor que uno puede hacer cuando el mundo se te echa encima. Sumergirte en la lectura y trasladarte a través de los libros. Crucé la plaza Uncibay, giré en un callejón para meterme en una tienda en la que venden tomos de segunda mano. «¿Tenéis litronas?», preguntó un despistado. «Aquí sólo vendemos libros, merluzo», contestó el dueño. En la mano derecha guardaba un bote de spray pimienta. Sentí alivio. Un hombre mayor, que estaba escudriñando las estanterías, se lamentó: «Eso me pasa por salir a la calle». Empezó a contarme entonces, que hace seis meses que llevaba una vida de abstinencia informativa. Hace tiempo que dejó de ver la televisión. Tampoco leía ya los periódicos y apagaba la radio cuando llegaba a los informativos. Internet, por supuesto, fue lo primero a lo que renunció. Ya sólo leía libros y escuchaba música. También se atrevía con revistas, siempre que no hubiera nada de política. Le pregunté si se trataba de una nueva moda como la alimentación vegana. Entonces, me explicó que le servía para vivir con menos preocupaciones y que no hace tanto las cosas eran así. Cuando la Guerra de los Treinta Años ya estaba en plena marcha, quedaba una década por delante para vivir en ilusión de paz, antes de que se incendiara el pueblo. Un anhelo, le dije, que no era nada para mí. A la mayoría nos gusta opinar, aunque ninguno de los últimos asuntos que ha generado interés o polémica haya tenido influencia directa en nuestras vidas, como el brexit o la falta de Gobierno. Tampoco lo tuvo la chica meando en plena calle Granada.