Siempre creyó, como Modigliani, que el mundo, en su orden virtuoso, tenía forma de calabaza. Al menos, suponemos, durante la mayor parte del tiempo de su vida, que es exactamente la que dedica a ese juego elegante de apariencia ruda en el que los jugadores parecen salidos de la tierra media y la táctica se piensa con lógica de terrateniente, poniendo la sutileza y la especulación al servicio de las grandes distancias. Hablamos, por supuesto, de rugby y de un héroe nacional del país de Gales: cara sonriente, pelo atusado, hombros alineados. Un tipo que, en su día, era capaz de patearte el alma y hacer que las gentes de Cardiff miraran a Londres y se quitaran el complejo de hermano menor. Y que lo mismo le daba la mano a la reina que la dejaba danzar a su aire encima de la toalla, con relajación todavía nervuda y raspada de antiguo gladiador.

Uno se pregunta qué hay de romántico en un calamar. Y no como metáfora de la lucha desigual dentro del agua, sino tomando en toda su consideración a la especie y a su procesamiento al espeto, que es el que se lleva en la Costa del Sol. Enamorarse frente a una de jibia. Perder la disciplina y el autocontrol con los salmonetes. Hacerse una balada con el vino de los montes. El pescaíto y el Mediterráneo amansan a las fieras. Incluso, cuando éstas, son de corteza dura y están acostumbradas a salir victoriosos del fondo de montañas humanas, como un géiser con actitudes para el baile y para el ajedrez.

Jonathan Davies, el gran capitán de Gales, tuvo en Marbella su última gran melé. En lugar del rugido del estadio le acompañaba una rubia. Y el cielo que le rodeaba era mucho menos comprometido que el que pesaba sobre sus hombros en su etapa de profesional. Nadie dijo que no hubiera épica. Y menos en la provincia, donde muchas estrellas han vivido después de retirarse la traslación al mundo privado de las intrigas y las emociones que les acompañaron durante su carrera. En el caso de Jonathan Davies, con la extrañeza añadida de disfrutar del anonimato, salvo en los momentos, bastante frecuentes en la costa, en los que coincidía con algún veraneante de Gran Bretaña, donde su rostro es tan inconfundible para el rugby como las costuras del balón.

A efectos de suspense es preferible pensar que los camareros que le atendieron en Marbella eran todos lugareños con estudios, sin más relación con la bandera británica que el sello de la academia de idiomas, y por tanto, plenamente ajenos a un deporte que en España sigue siendo minoritario, casi de culto, si no hubiera en este país, tantas cosas de culto, algunas de ellas indispensibles. Uno se pregunta qué vería el personal del restaurante en ese hombre con apariencia de exmiembro fornido de los Police, qué pensarían de él y de su acompañante, del momento en el que seguramente hubo intercambio de anillos y una propuesta lo suficientemnte recreada en el cine como para saber que no se andaba frente una invitación para jugar al frontón.

Jonhatan Davies pidió la mano a su tercera esposa durante sus vacaciones, cerca de Puerto Banús. Y, aunque para muchos de los que asistieran no se tratara más que de una excusa razonablemente cursi para aplaudir, la noticia saltó como un potro de Sotogrande hacia las islas. En Gran Bretaña estas cosas importan. Y no sólo porque su hermosa contrayente, directora de un asilo de ancianos, posee una mansión en la costa galesa cerca de Katherine Zeta-Jones, sino porque el jugador, pese a jubilarse, es toda una institución. Miembro de la Orden del Imperio Británico, Davis es protagonista de un álbum de su deporte en el que hay tardes de gloria contra Inglaterra, sonrisas y títulos celebrados en ese colorido, tan de herencia de cinemascope, en el que la vida parecía entonarse como un pez desorientado entre las estridencias de los ochenta y la vuelta a las vueltas de la posmodernidad.

A sus 52 años, y con una popularidad que se mantiene también intacta en Australia, el viejo capitán, aficionado a la Costa del Sol, se prepara para su tercer matrimonio. Esta vez con la bendición de un mar y de un tipo de vida, el de Marbella, bastante alejado pese a la presencia de compatriotas del que le espera a diario en las islas, donde a su faceta de vieja gloria ha sumado otra casi del mismo alcance: la de presentador y comentarista deportivo. Entre otros, para canales como la BBC. Davis, a su medida, fue el rugby y ahora es la voz del rugby. Y según los medios anglosjones por unos méritos que van más allá de su prestigio como jugador y de su condición de héroe nacional: el jugador, frente a los micros, aúna campechanía con estrategia. Justo lo que se necesita, presumimos, para ponerse tierno con una fritura malagueña. Ada o el ardor. Da gusto observar que con algunas celebridades británicas se invierte el proceso. No todo iba a ser el descoque mancebo de la despedida y la celebración.