De vez en cuando, todos nos convertimos en artistas viajeros. Si hay un movimiento que se repite en esta provincia, es el del check in en un hotel. La provincia presume de ocupación y los recepcionistas se aburren. Uno llega y dice su nombre. La persona al cargo empieza a buscar la reserva. En este momento, toda la atención se centra en el ordenador. Puede que encuentre el nombre al instante o que tarde un rato. También puede pasar que se líe con el sistema. En frente de una recepción se abre un abanico de oportunidades. Todo ello se plasma en el reflejo de la cara. Los recepcionistas siempre fijan la mirada en la pantalla del ordenador y no se dan cuenta que uno está a pocos centímetros contemplando sus movimientos. Nunca deja de ser un momento íntimo y uno pone caras de todo tipo. Profesional, interesado, amable o distanciado. Hay miles de posibilidades.

En una recepción, las personas miran siempre al ordenador como si estuvieran solas. Algunos parecen tan desorientados, que dan ganas de cogerlos en brazos. Otros desprenden inteligencia. Incluso gallardía. El recepcionista siempre pone cara de profesional, hasta que mira al ordenador y cambia a un aburrido desinterés. Esa postura está bien y no debería de provocar malestar, siempre que uno reciba la llave del cuarto adecuado. También me parece incluso razonable que alguien pueda tener en un momento determinado un agujero en los calzoncillos, pero siento vergüenza si un desconocido se planta delante de mí con unos calzoncillos agujereados.

El reflejo del ordenador siempre dice la verdad y nos marcará el rumbo de nuestra estancia. El recepcionista que ha puesto cara de tonto estará sobrecargado con cualquier deseo extra que le hagamos. El de la cara inteligente, no. El despistado intentará esforzarse al máximo. Estos prejuicios son la suma de las experiencias acumuladas. La frase de «no tengo prejuicios» me parece una sobreestimación del tipo «soy una buena persona». Quien habla así, es que no se ha parado a pensar ni un segundo sobre sí mismo. Uno debe de ser capaz, sin embargo, de reformular sus propios prejuicios. En el momento en el que el recepcionista que ponía cara de despistado resulta ser un virtuoso del servicio, hay que olvidarse de todo lo que uno pensaba saber sobre gesticulación corporal.

En un céntrico hotel de Málaga, un banda de renombre exigió que siempre tuviera disponible en su habitación una fuente gigante de lacasitos. Pero sólo podían ser rojos y un becario tenía que espulgar los demás colores. Ahora todo el mundo odia a ese grupo. También cuentan que hay un político que cada vez que se queda a dormir, arrambla con el minibar. Y si no le da tiempo a beberse todo, se lleva todas las botellas que quedan. Resulta ser que es justo el político en el que pensé al escuchar por primera vez semejante reproche. Al final, uno puede confiar en sus prejuicios.