Nunca nadie supo tanto del cuerpo de Diana. Ni su distraído esposo, ni la reina, ni siquiera los tabloides. De su cuerpo, además, disociado de palabrería y de todo intento de aproximación literaria, de su figura métrica y objetivable. En Gran Bretaña quizá sólo había dos hombres para los que la princesa de Gales tenía un desnudo animal, de los que dejan sombra. Algo muy distinto a la visión, entre cursi y goliarda, con la que la soñaban indistintamente la mayoría de sus compatriotas, algunas veces empeñados en verla como una criatura angelical y en otras queriendo hacer con ella lo que Robespierre no entendió de don Juan y de la venganza efectiva del pueblo. Diana estaba en las plazas, en la hora del té, en la pinta descarnada de cerveza, pero siempre con un nivel de información insuficiente o, como mínimo, infinitamente menor al que manejaban estos dos hombres, con los que compartía, en diferente tiempo y tal vez sin saberlo, una pasión secreta por la Costa del Sol, lugar de vacaciones, al menos en una ocasión, de cada uno de ellos.

James Hewitt y David Emanuel representan en la vida de la princesa dos papeles contrapuestos, aunque quizá unidos por una intimidad que empieza cuando se aflojan las luces y se marchan los taquígrafos; el uno, amante y traidor, el otro, el hombre que examinaba cada mes sus caderas, que cosía sedas caras y diamantes pensando exactamente en sus medidas y en sus caprichos mudables. Sastre y querido, militar y persona de artes forman parte de un serial de los de Buckingham cuyo nexo no es otro que Málaga y que incluye a una galería que también recoge al fondo nombres de gran peso en la trágica historia de la preferida de Inglaterra. El último, acaso, el de Sarah Ferguson, con la que compartió amargas confidencias, y quien accedió hace apenas unas semanas a participar en Marbella en una gala benéfica.

La Costa del Sol fue para Diana un punto de congregación de fantasmas, un mapa atemporal de coincidencias, si bien con un episodio iniciático más rotundo protagonizado por ella misma, sin necesidad de mensajeros, en toda su plenitud silvestre. La princesa, en 1994, quiso aislarse de la presión palaciega y de los trámites de divorcio con una temporada en el hotel Byblos, en Mijas, pero el entonces corazón naciente de la prensa le jugó una mala pasada, sorprendiéndola en topless y poniendo patas arriba a los servicios de inteligencia en su afán de conseguir lo que finalmente lograron: que las fotos no vieran la luz y que los fotógrafos y sus custodios fueran los únicos hombres locales con el privilegio de marcharse de este mundo sabiendo más de lo que sabe un valido sobre las tetas de Diana.

La emboscada sensacionalista no sería, sin embargo, el único escándalo que la provincia aportaría a la línea de sucesión británica. Décadas después de lo de la teta, el principe Harry sería visto en la discoteca Olivia Valère, en Marbella, con una cogorza levantisca, suntuosamente humanizado. A James Hewitt y a David Emanuel, por contra, sus estancias les resultarían menos infortunadas, lo que, en el caso, del primero no deja de ser meritorio. Sobre todo, por la condición de apestado que le persigue en Inglaterra desde que se descubrió que andaba haciendo negocios con la correspondencia amorosa de Lady Di -también se le achaca una actitud ladina frente a las insinuaciones sobre la paternidad biológica del segundo hijo de Diana, el díscolo, el de la castaña-.

Hewitt, antiguo hombre de ejército y ricachón arribista, se plantó en Marbella persiguiendo una huida hacia adelante. El asunto le llevó, sin demasiada ostentación, a hacerse popular en la Milla de Oro. El hombre que consoló a la princesa de Gales en su jaula de porcelana se dedicó a montar empresas en la costa, a veces, como con su restaurante, con resultados catastróficos y casi siempre acompañado de los mismos albañales que le arruinarían el prestigio en Gran Bretaña: montajes, excesos televisivos, fiestas e, incluso, una cena de dudoso gusto, dadas las circunstancias, para celebrar la boda de Guillermo, su antiguo pupilo en la cosa snob y parapolicial de sostenerse por Londres a caballo.

Menos aparatoso es el paso por la costa y por la vida de David Emanuel, que, pese a todos estos años, sigue siendo la referencia televisiva de Gran Bretaña para hablar de tendencias. Su mayor éxito: diseñar el vestido de novia de Lady Di y ser su modisto de cabecera. Con formación artística, Emanuel, más que trapos, parecía inventar inéditos de Picasso. Especialmente, por su valor de mercado. Lyz Taylor, Katherine Zeta-Jones o Madonna son algunas de las celebridades que han vestido sus paños. Un hilo, de los de oro y pespunte, para continuar la historia de la que Blair llamó princesa del pueblo -dónde quedó la famosa ironía de los ingleses- y sus ramificaciones por la Costa del Sol. Al fin y al cabo, en las monarquías parlamentarias, a la aristocracia se le pide que sea como Rajoy y se vuelva campechana. Y eso para un inglés es sinónimo de Málaga, con todas sus acepciones y disparates.