La provincia tiene estas cosas. Los milagros se convierten en historia viva de su propia evolución. Lo que hace cuarenta años hubiera sido concebido como una enorme rareza, ahora genera una demanda desmedida y suscita la euforia entre aquellos que tienen un piso que alquilar a la manada de estudiantes que arriba estos días a la ciudad. Si hubiera que calcular la edad de un sofá, no hay nada como hacer repaso a las violaciones que sufre su cabecero a lo largo de un curso universitario. No hay que pecar de mucha generosidad para asegurar que en algunas de estas piezas hay más muestras de ADN que en un laboratorio del Carlos Haya. Si había un ideal detrás de un sofá de estudiantes, al menos en mi época, era que se podía tratar de algo duro y romántico a la vez. Sólo dependía de las circunstancias en las que uno llegaba, y si había alguien dispuesto a darle una oportunidad a la futura desdicha del amor. No hay que recordar de nuevo el nombre de la empresa de las grandes letras amarillas, que se ha hecho famosa por mostrarse implacable a la hora de unificar, a veces con insípida vulgaridad, el interiorismo a nivel mundial, y que se ha convertido, a su vez, en el principal proveedor de estos hipotéticos nichos de amor en la provincia.

Como de trágica ha tenido que ser la caída de la leyenda, que la población malagueña ha pasado de perder la sobriedad por las damiselas rubias, para hacerlo por aquellas albóndigas recalentadas y que han escrito más páginas de escándalos que el Parlamento de Suecia desde que se fundó. Cuando Alfredo Landa se convirtió en el principal pregonero de un fenómeno social que estaba por llegar, no se refería a esto. Porque lo más sueco que hay ahora mismo en Málaga, se puede convertir fácilmente en una sofisticada técnica de tortura moderna. Quien no se lo crea, que pruebe a abrirse camino un sábado cualquiera entre la muchedumbre que se congrega en aquella nave industrial gigante que flanquea el Plaza Mayor. Por más que uno sea un aspirante a convertirse en el MacGyver de turno, hay un límite para todo. Y es que hay argumentos de sobra para apartarse de adquirir un Ektorp por 199 euros. Los productos son tan económicos porque se han elaborado de forma barata, por ejemplo, en un país que no es precisamente el paraíso de los derechos laborales como Bielorrusia. La segunda razón se debe a que el cliente se convierte directamente en un peón de la propia empresa, ya que tiene que montar el mueble por su cuenta. Y esto tiene poco que ver con la creatividad. En el momento en el que se obvian las instrucciones en un solo tornillo, ya se está en fuera de juego. Es más, que seas considerado como un trabajador más de la empresa, justifica también el ligero uso del tuteo.

Si el sofá cuesta 100 euros, vale la pena pagar tres veces más. Los 100 euros para el sofá y los 200 euros para huir de esta moda sueca.