­Ya que no pudo regalarle un hijo a su país, al menos debía de dejarle una colonia. En el verano de 1876, al jefe de gabinete de la Casa Real Belga todavía se le escapaba una sonrisa socarrona ante las inclinaciones africanas de su patrón. El continente sería para el rey de los belgas un juguete que no le haría daño a nadie. Leopoldo II había sido el claro perdedor en la partida de póker que repartió las esferas de influencia en ultramar. Pero la fortuna se puso de su lado y el curso de la historia le sirvió en bandeja un territorio enorme, en el corazón de África, tan grande en extensión como Europa Occidental. Creado en un tablero de ambiciones y fantasías de dominio. En sus aspiraciones magnánimas, el Congo Belga tan sólo era una pequeña parte del puzzle. Cuando aún era duque de Brabante, ya había dejado plasmadas sus aspiraciones de forma audaz: «Algún día, la bandera belga deberá de ondear en los cinco continentes y Bélgica debe de convertirse en la capital de nuestro imperio».

Amanece en El Palo. Como todas las mañanas, Paul Mandeville sale a su terraza para contemplar una estampa que le brinda la infinidad del Mediterráneo. Con milimétrica precisión coloca la tabla del desayuno. Acto seguido, coge el periódico y empieza a leer. Una rutina que le acompaña desde que tiene memoria y que no abandonó ni tan siquiera en los días más turbulentos de la colonización. Paul tiene el pelo blanco como la nieve. Aunque anda algo encorvado, sigue superando en altura a la media nacional. Se intuye un porte majestuoso, antaño, con capacidad de ala pívot. Las vistas de ahora no difieren tanto de las que tenía cuando se acercaba a diario al lago Kivu. Paul tiene 90 años y durante una década se convirtió en uno de los actores principales dentro de la administración colonial belga.

La primera vez que puso pie sobre el polvoriento asfalto del Congo en julio de 1951, no imaginaba todavía que su oposición a la mentalidad y cultura en aquel aparato colonial le iban a servir nueve años más tarde para recibir el encargo de su vida: preparar la independencia del Congo, que tendría lugar en junio de 1960. Desde la tranquilidad que le brinda su retirada en uno de los barrios más señeros de Málaga, Paul da testimonio de primera mano sobre una etapa de la que casi nada se sabe, pero de la que hay mucho que contar. Con una destreza mental y lucidez extrema, Paul ofrece un viaje atrás en el tiempo, cuando los sables coloniales eran el principal símbolo de la supremacía del hombre blanco sobre el hombre negro. A cada palabra de este paleño adoptivo, el olvido empieza a tambalearse como un flan. La imagen de Leopoldville cobra relieve entre caras tiznadas de hollín . El sudor de los trabajadores en las minas de diamantes empieza a caer como perlas de hielo que se derriten y recuerdan la condición de un país maldito por su riqueza.

«Trabajé en el Congo Belga como representante del Ministerio de Asuntos Coloniales desde julio de 1951 a junio de 1960. Mi título era Conservateur aux Titres Foncier. En España sería algo así como notario del Estado», explica Paul. Dado que en la colonia belga no había notarios privados, él tenía la misión de crear un registro para fijar la propiedad privada que, obviamente, excluía a la población indígena. «Estuve primero basado en Bukavu y después en Leopoldville (ahora Kinshasa). Cuando llegué a Bukavu en 1951, no encajé bien en el aparato colonial. Por supuesto, yo no tenía nada que ver con esa mentalidad. Saludaba y trabajaba de igual a igual con mis colegas congoleños. No alternaba con los superiores y pares de la metrópolis que seguían enfrascados en una mentalidad colonialista», asegura que nadie preveía los cambios que se avecinaban. «Es más, me decían que si yo seguía con esa actitud iba a durar poco», apura sobre la forma de rendirle pleitesía a la corona belga.

El camino a la independencia. Eran años turbulentos. La colonización había desestabilizado profundamente el tejido social en el Congo. «En 1958, me enviaron un año de misión a Bruselas para la preparación de la independencia del Congo», explica el motivo de su retorno a la metrópoli. A su vuelta a África, Paul empezó a trabajar de manera aún más estrecha con sus colegas congoleños. Por la noche, después de la jornada laboral, pasaban horas en mi casa, sentados alrededor de la mesa del comedor, estudiando y repasando temas que, al no haber tenido acceso a la enseñanza superior, desconocían. Aprendieron así metodologías y contenidos, todo lo que les ayudaría a asumir las riendas del Estado independiente a partir de julio del 60», rememora.

Para recordar la foto fija del nacimiento del Congo, Paul repasa su pelo canoso e inclina su cuerpo alargado. Las imágenes bailan con insultante nitidez alrededor de El Palo: Baudoin I, sucesor de Leopoldo II, se encuentra camino a la fiesta de independencia en su limusina descapotable que le debía de llevar al Parlamento congoleño. Un hombre sale de la muchedumbre. Consigue subir al vehículo y le arranca el sable colonial que colgaba de su cinturón y alza el arma como puño al cielo.

Es la imagen definitiva del fin del colonialismo en el continente. El hombre blanco perdió el símbolo de poder y el hombre negro estaba entre el pánico y el triunfo». Si África tiene forma de revolver y el Congo es su gatillo, desde El Palo se ha sabido que Bélgica lo apretaba para dispararse en el pie.