A Antony Worrall Thompson, pese a la fama, no se le puede negar una tendencia más que juiciosa hacia la invisibilidad. En la Costa del Sol, donde pasa buena parte del año, sus paseos son frecuentes, pero siempre enmascarados e insensibles para los vecinos, que sólo ven en él al típico guiri encapsulado en su barba de mediana edad con tendencia a agradar e interesarse por las costumbres autóctonas. En parte, por la separación castiza, a uno y otro lado del canal, que siempre ha existido entre las cosas de los ingleses y las de los demás, y mucho más si son españolas, pero también por eso que cualquier estudioso del espacio, desde los situacionistas a Barthes, hubiera reconocido como un auténtico salto de línea, de imprevisto en la significación: el hecho de que una celebridad, Worrall Thompson, acaso el cocinero más popular de Reino Unido, renuncie a pasearse por Puerto Banús o por la Milla de Oro, que prefiera el colorido silvestre y gritón de un mercado o la soledad de una tapa en un bar de Mijas a las dietas de relumbrón y los grandes complejos turísticos con pistas de tenis.

A Worrall Thompson le sale natural la discreción, aunque el anonimato nunca es completo. Sus libros se han empezado a publicar en España y la hibridación social que se da en esta costa hace que en muchas ocasiones sea controlado de cerca por sus compatriotas, a veces con admiración, sugiriendo el autógrafo y otras con la sorna que le reconoce como lo que fue; un líder mediático caído ligeramente en desgracia. Y, además, por uno de esos escándalos de grandes capitulares en prensa que, a falta de aceite de oliva, tanto alegran de vez en cuando la vida de los británicos. Enamorado de la cocina española, Worrall Thompson es el equivalente inglés a Arguiñano, con la diferencia de que en el Reino Unido, ese país de guisos recios y patatas, poner de moda la restauración no es lo mismo que hacerlo en Francia. Es más, tiene algo de prometeico, como introducir en el vestuario del Real Madrid el gusto por Joseph Haydn. Durante años, el cocinero hizo lo que se le exige a los grandes chefs, que es estar hasta en la sopa; primero con sus restaurantes, y, en especial, el primero, que sólo despachaba postres y entrantes, y, más tarde, en la BBC, donde asumía la tarea temeraria de enseñar al público que existe algo más que las chips y las salsas. A partir de los noventa, Worrall Thompson se convirtió en un capítulo obligado de la televisión, haciendo que empezara a ser fenómeno lo que ahora inunda las parrillas de las televisiones. Todo, además, sin dejar de hacer de inglés con todos los extra; incluido dudar de la Unión Europea y partirse la nariz jugando al rugby.

Al chef de la tele, en su condición de perfecto británico del pueblo, no le ha faltado ni interesarse por la Costa del Sol ni montar un gran escándalo. El apego por la provincia, sin embargo, le vino de rebote; Worrall Thompson tenía previsto comprarse un casoplón en el sur de Italia y de Francia justo en el momento en el que unos amigos le invitaron a venir de vacaciones a Mijas; allí, en un entorno boscoso y casi de camuflaje de Las Lomas, se quedó enamorado de una granja que posteriormente se transformaría en su casa. Un rincón rodeado de aguacates, una construcción agazapada que le serviría desde entonces como lugar de descanso y de reflexión -Worrall Thompson siempre fue un restaurador concienzudo, de los que pasa meses estudiando recetas, con una gran biblioteca sobre viejas tradiciones y platos-.

La tranquilidad de Mijas contrastó muchos años con la agitación televisiva que despertaba el cocinero en el Reino Unido, donde llegó a empequeñecer a Obama y al propio Blair en los titulares. Sobre todo, cuando se supo de su rapto infantil de locura, de los cinco robos consecutivos de vino y productos baratos en una de las cadenas más populares de supermercados. Worrall Thompson, toda una celebridad, mangaba sin que le hiciera falta, y la contradicción brutal entre su cuenta corriente y el poco valor de lo que sisaba, hizo que sus compatriotas adoptaran el caso como el entretenimiento modelo de la temporada, la excusa perfecta para que los habitantes de las islas sacaran de paseo su consabida inclinación a la mala follá, a la sátira. El cachondeo llegó hasta la Costa del Sol, origen de muchas de las recreaciones posteriores, con monólogos y dibujos que situaban al cocinero birlando una paletilla de jamón en las tiendas de Málaga. El chef se amargó. Pero no por eso dejó de salir en la tele y de venir a la provincia. Y tampoco de darle cuerda a su música de inglés superlativo, encabezando, incluso, la campaña que se montó en Inglaterra para levantar la prohibición del tabaco. Dice Worrall Thompson que los españoles escriben mejor de cocina que los británicos y que su cocinero favorito es Arzak. Un mundo de cazos de máxima audiencia y menudeo vocacional pensado junto a los aguacates de Mijas, el café y puro de la BBC y de los tabloides, con esa fama codificada, muy de cerveza negra, el otro mundo, la otra aristocracia de la costa.