Don Francisco García Mota (Cortes de la Frontera, 1930) es un cura cercano y afable que cuando le preguntan por su tocayo, el papa Francisco, amplía la sonrisa y confiesa: «A mí, por mi talante, me gusta. Su talante es el que yo, modestamente, he intentado tener. Creo que el Papa está haciendo un bien impresionante a la Iglesia».

A don Francisco, la Iglesia se cruzó por su camino a los 12 años y lo hizo con alegría: «Con esa edad nos fuimos toda la familia a Gaucín, donde a mi padre, que era practicante, lo habían trasladado. Iba yo un día por la calle y vi a un grupo de muchachos, todos alegres, muy contentos, a los que no conocía. Pregunté y me dijeron que eran seminaristas».

Así que también él se contagió «de ese optimismo y alegría» y pidió a su padre entrar en el Seminario, no sólo para recibir una educación, como hacían cientos de niños de los pueblos, sino para ser sacerdote.

«La enseñanza entonces era de mucha disciplina, y lo agradezco mucho porque aquella disciplina nos hizo hombres religiosos, cristianos», confiesa.

Nada más ordenarse y antes de terminar los estudios fue nombrado superior del Seminario, a cargo de un grupo de seminaristas, una ocupación que ejerció durante 12 años, aunque durante muchos más también fue profesor del centro.

Pero esta labor la compaginó, nada más terminar su formación religiosa, con un año de aprendiz en la parroquia de Huelin. «Aquello me impactó, Huelin era entonces una zona muy pobre de chabolas, y allí, entre el anterior párroco, don Emilio Benavent y el que había entonces, don Francisco Acevedo, promocionaron toda la zona: crearon escuelas, dispensarios parroquiales y promocionaron viviendas. Todo eso lo viví y fue una experiencia maravillosa», cuenta.

Hacia 1967 fue nombrado delegado de Enseñanza y Catequesis de la Diócesis. Por entonces estaba estudiando Magisterio, un camino que le llevaría, años después, a doctorarse en Pedagogía por la Universidad de Salamanca. Durante esos años vivió la profunda transformación educativa que supuso la ley del 70: «En los pueblos se empezaron a crear colegios con la EGB y la mayoría de los que estudiaban en el seminario ya lo hacían en los colegios de los pueblos». Don Francisco defendió a capa y espada por entonces las escuelas rurales, la gran obra del obispo Ángel Herrera Oria.

A comienzos de los 70 pidió ser nombrado párroco en alguna parroquia y el administrador apostólico don Emilio Benavent, porque entonces Málaga no tenía obispo, le envió a Nuestra Señora de la Paz. «¿Eso dónde está?», preguntó. Porque cuando llegó al rincón de Huelin donde debía encontrarse la parroquia se topó con un campo de algodón y las obras del futuro barrio de Jardín de la Abadía. «Logré que la empresa Genco me diera un bajo comercial y alí, sin solería ni nada, puse una capillita mientras se iba construyendo la parroquia de Nuestra Señora de la Paz», recuerda.

La iglesia se concluyó y la inauguró el entonces obispo Ángel Suquía, quien le pidió que eligiera entre su trabajo de párroco y de delegado de Educación, porque no debía compaginar ambas. «Me dio unos días para pensarlo, le dije que prefería seguir como párroco pero él me contestó que había pensado que dejara la parroquia y me quedara en el Obispado», ríe.

También siguió las directrices del siguiente obispo, Ramón Buxarráis, y en 1978 opositó para canónigo de la Catedral. «Soy el único que hay todavía por oposición». Comenzaba así una vinculación con la Manquita que se estrecharía hacia 1991, cuando fue nombrado deán, un puesto que ocuparía durante 18 años. «El Concilio Vaticano II acordó que el deán dejara de ser perpetuo y se eligiera por el cabildo, para cada cinco años renovarlo. Por entonces don Manuel Díaz, que era el deán perpetuo, se puso enfermo y entonces fue cuando mis compañeros me eligieron».

Recuperar de la Catedral

Don Francisco se encontró con una Catedral «triste, porque eran los tiempos y porque los medios que había entonces no son los que yo cogí», por eso subraya que «Dios puso en mi mano una serie de personas que me ayudaron». Entre ellos, por ejemplo, el fundador de Mayoral, Rafael González de Gor, por el que pudo repararse uno de los dos órganos de la Catedral o la alcaldesa Celia Villalobos. «Había visto en Sevilla que la Catedral tenía escuela taller y pensé que por qué no podía tenerla Málaga. El Ayuntamiento me ayudó mucho a montarla».

Además, Unicaja arregló las campanas, Sevillana iluminó el Templo Mayor por dentro y por fuera y por supuesto, el deán fue un martillo pilón a la hora de alertar del estado de una Catedral con goteras. Don Francisco sigue confiando en que alguna vez, los malagueños puedan ver terminado el templo.

«Teníamos un proyecto con empresarios, ellos darían un dinero anual, poco a poco, para terminar la torre. Aquello se podía haber hecho», apunta.

En cuanto a que la Catedral tuviera un tejado para acabar por fin con las goteras, «la Junta no lo veía, convocó un concurso y se hizo lo que se hizo, para mí muy mal», subraya.

Las principales obras de mejora realizadas durante su etapa de deán están expuestas en el libro Templo y monumento. Actuaciones para su rehabilitación, de 2009, una obra de su autoría, editada por el Ayuntamiento de Málaga y la Academia de Bellas Artes de San Telmo, institución de la que es miembro desde 1998.

Pero la constancia y dedicación por salvaguardar el Patrimonio de Málaga no acabó con su importantísima labor en la Catedral de Málaga. También fue nombrado presidente de las fundaciones para preservar el Acueducto de San Telmo y el Hospital de Santo Tomás.

Con la obra hidráulica de tiempos de Molina Lario logró implicar al alcalde Francisco de la Torre y contó con la estrecha colaboración de Javier Aguilar, el guarda honorífico del acueducto, fallecido el año pasado.

En cuanto al Hospital de Santo Tomás, confiesa que no pudo hacer todo lo que quiso y confía en que algún día pueda tener el uso público que merece, «pero primero hay que reedificar todo el interior porque eso se cae».

Don Francisco vive con su hermana en Jardín de la Abadía, el barrio de Huelin que vio nacer y del que fue párroco. Al echar la vista atrás y hacer repaso a su vida, vuelve a aparecer la sonrisa en su rostro: «Yo estoy contento porque Dios me ha ayudado mucho en la vida. Es verdad que he trabajado, pero yo soy obra de Dios, sino yo ¿qué podía hacer?».

A los 86 años, sigue en activo con una salud y una memoria envidiables. Desde finales de 2011 la calle Deán García Mota, homenajea a este sacerdote luchador, feliz y con un talante especial.