A Tina nunca le faltó énfasis. Ni siquiera cuando cantaba en la lejanía, con la voz desperdigada, hecha rumor para pobres, como la de una sirena metida entre tabiques. Todavía hoy, casi treinta años después, cuesta imaginar que su energía pudiera quedar solapada a pocos metros de distancia, al estilo quizá de una de esas conversaciones que mantienen los figurantes en las series de televisión y en las que el espectador apenas percibe un chorreón de gestos de fondo, de morralla insonora. Miles de personas se habían trasladado a Marbella para disfrutar de su música en lo que se llamó el mayor espectáculo del verano en Andalucía y la mayoría regresó decepcionada, pagando la frustración con retranca futbolera y mucha filosofía, tal vez sin darse cuenta de que acababan de asistir a un concierto histórico, a uno de esos acontecimientos que hacen bueno aquello de lo que no mata engorda y que generalmente es traducido en el show business como una oportunidad un tanto cínica para convertir en leyenda el fracaso. Lo de Tina Turner en Marbella, sin duda, no fue un espectáculo impecable, pero el tiempo y, sobre todo, la falta de referentes posteriores dieron al asunto un toque exclusivo; algo así como un lirismo a la inversa, con el encanto puro que tienen las derrotas irreproducibles, la grandeza entrando puntualmente en el imperio de lo chabacano.

A lo largo de su carrera, es más que probable que Tina Turner tuviera decenas de actuaciones formidables, pero seguramente ninguna como la de aquel 18 de julio, el día de su cuarta visita a España. La diva era ya un gigante y venía con una puesta en escena que dejaba en poco más que amistosas verbenas a las grandes giras de los grupos nacionales. Catorce camiones, tres hoteles y varios aviones privados fueron necesarios para traer a la artista, además del compromiso de atender sus caprichos y disponer una furgoneta con personal de confianza y cristales ahumados; por si a Tina, como así sucedió, le daba por relajarse. Hacía seis meses que todo estaba preparado. Nada podía fallar. Pero lo hizo. Sin que la propia cantante fuera consciente mientras se movía como una anguila, electrizada por el repertorio.

No es que Marbella careciera de experiencia en la organización de este tipo de conciertos. La ciudad, junto a la costa, vivía su etapa más grandilocuente, sin dejarse acomplejar, atreviéndose a competir con Madrid o Barcelona con la chequera en la mano. Aquí habían tocado Queen. Y Genesis. E, incluso, en el tiempo en el que duró la negociación con la diva, se habló de un plan alternativo que incluía a Pink Floyd y a David Bowie. Tina Turner llegó, cantó y se embolsó casi treinta millones de las antiguas pesetas, saltando al día siguiente a Tel-Aviv, despidiéndose de Europa sin apenas percatarse de la preocupación de algunos miembros de su equipo, conscientes de que lo de la Costa del Sol había resultado un fiasco. Al menos, para más de las tres cuartas partes de las miles de personas que abarrotaban el campo de fútbol, que lo único que sacaron en claro del concierto fue un dolor de cabeza monumental provocado por las protestas y una nube indescifrable de sonido en el que se percibían algunas notas de saxo. Tina brincaba en la niebla, reducida a una ráfaga, a una silueta con pelo naufragando en el horizonte.

Durante semanas, el asunto Turner anduvo coleando por toda la provincia, filtrándose tanto en la prensa como en las broncas del Ayuntamiento. Protección Civil culpaba del desaguisado a la organización y ésta, la productora Merlín, se armaba de paciencia pidiendo explicaciones al equipo de la diva, que al parecer no había cumplido su palabra y se presentó en Marbella con un sonido y un montaje descuajeringado, insuficiente para 30.000 espectadores. De todo aquello permanecería, sin embargo, algo más que la ilusión y el fetiche de primer orden que siempre representa una entrada; Tina quiso hacer algo más que cumplir con su contrato en Marbella, se dio un paseo en los alrededores del Marbella Club, bajó a cenar a un restaurante selecto, rodeada, eso sí, de guardaespaldas. En las semanas previas a la actuación, cuando todo en Málaga era Tina y la socialdemocracia, se rumoreó con su interés en comprar una casa en la provincia, acaso persuadida por su amigo Rod Stewart, que ya andaba ejerciendo de vecino temporal en la zona. Salir de un mundo repleto de cuadros castizos de cacería para compartir porche y saludo con Tina Turner podría haber sido lo más raro estéticamente del felipismo después de la entrada en la OTAN. Quién sabe si con la diva perdida en su arrebato, gritando con todas sus fuerzas, por más que le traicionara el equipo técnico. En Marbella, la Turner cantó 21 canciones, probó hasta con una versión de Help, de los Beatles, y casi nadie se enteró. La bella discreción del escándalo por las 3.000 cucas que costaba la entrada. Intuir, creer a tientas en Tina. Viendo lo que vendría más tarde, el inevitable Andy & Lucas, los triunfitos, los Bertín, suena francamente barato.