Es difícil saber qué efecto causaría en la gente. Un hombre todavía joven, con la ajenidad imborrable en el rostro, estirándose con su cámara, rápido y al mismo tiempo cauteloso, como si quisiera cazar a un colibrí o derribar a un tanque con técnicas de meditación japonesa. Una figura de las que en España siempre se han calificado como poéticas, especialmente en la época en la que se había acabado con todos los poetas y sólo quedaban parches rudos, menos atentos a los desvelos de la inspiración que a la jerga militar y a la celebración histérica. Herbert List no quería llamar la atención. Sin embargo, su presencia jamás pasaba inadvertida, y no tanto porque se paseara siempre con su instrumento de trabajo como por los sitios que frecuentaba; playas, tablaos, calles pobremente iluminadas, lugares, todos ellos, en los que la sombra de un alemán, y más sin uniforme, significaba más un recuerdo comercial y portuario, cuando no consular, que un potencial estorbo o compañero de juerga.

En Málaga, frente a la tapia de San Rafael, aún se fusilaba a personas; los ánimos no estaban para salir del aislamiento. Y menos bajo la mirada de un artista que había escapado del nazismo y documentado sus miserias. Lo bueno es que en esto, como en tantas otras cosas, la dictadura no tenía mucha conciencia. Y lo mismo le daba que fuera List que Man Ray, con tal de que no le diera por alborotar o por hacer preguntas incómodas. List, que se sepa, no lo hizo y se limitó a conocer a la población y a dejar constancia de una Costa del Sol que entonces apenas despegaba del pozo de ignorancia y orfandad que había sido ensanchado por la guerra. Era 1950 y el fotógrafo alemán ya se había ganado la fama de artista visionario y diferente, cercano a la pintura metafísica de De Chirico, al que admiraba, pero también a otro tipo de juegos e intereses que iban desde la intuición psicológica a una visión de la realidad social poderosamente condicionada por el individuo, por su desamparo y su identidad frente al espejo. En sus negativos de Málaga, List, que ya entonces había recorrido medio mundo, aparecen celebridades como Carmen Sevilla o Martine Carol, aunque sin que eso signifique dar la espalda a sus otros grandes modelos, jóvenes anónimos, en este caso con unos gestos asustados y tan marcados por el hambre y por la falta de porvenir que convierten automáticamente en superflua cualquier tipo de anotación sobre la época.

El artista alemán había venido para cubrir el rodaje de El amor y el deseo, pero sus ambiciones, una vez en tierra, fueron mucho más allá de la playa de La Carihuela. De esos meses, es una de sus más celebradas creaciones, el desnudo de un hombre en la playa, fileteado por las sombras de las cañas y de la luz, que está considerado como un antes y un después en el acercamiento a la figura masculina. Aunque menos reconocido que muchos de sus coetáneos, List, al que Stephen Spender alabó por su jovialidad y libertad de espíritu, ya era una referencia en toda Europa. Entre otras cosas, por haber retratado, y de manera más que singular, a muchos de los grandes intelectuales de su tiempo: de Picasso y Ortega y Gasset a Robert Graves, Braque, Cocteau o Robert Flaherty.

La amistad con Picasso fue precisamente uno de los puntos cardinales que orientó su deambular por Málaga. De las escasas fotografías desprovistas de presencias humanas, destaca una toma de la casa natal del pintor que las décadas se han ocupado de acotar con todo su valor simbólico; más allá de sus virtudes formales, la imagen está fechada en 1950, un tiempo en que el celebrado padre del Cubismo era rabiosamente ignorado por las autoridades y por la tierra en la que pasó sus primeros años, que, en el mejor de los casos, y siguiendo la doctrina oficial, sólo veía en él a un comunista enloquecido. Si todo este clima de hostilidad influyó en Herbert List, es algo de lo que nunca dio pruebas su cámara, que, lejos de conformarse con los ambientes naturales del pintor, buscó otras referencias más vivas: conocidas son las fotos que hizo de los sobrinos de Picasso en plena jarana flamenca, con cante y baile y una botella de brandy, quién sabe si descorchada en honor del artista.

Muy diferente a la alegría de los Picasso es la dignidad de otros de sus familiares, retratados en su humildad con la cara limpia y atributos casi atemporales de mesa camilla. La película española de Herbert List, como toda su obra, es un compendio de virtudes. Un dibujo de la Costa del Sol en gestación de principios de los cincuenta, cuando los primeros rayos, todavía remotos, del turismo coincidían con el exotismo cruel de la hambruna de corte de bandolero y de verbena. Allí estaba la cámara de List para romper el tópico y pensar también en Málaga con fuerza: el escenario que sería de Landa y de las suecas visto por un genio de la fotografía, un perseguidor infatigable, en el tiempo en el que todo era bruma.