Tenían nombres como Germelqart, más propios de las novelas de fantasía barroca que de la sonoridad dulcificada de esta tierra. Permanecían en el terreno ocupado por la segunda pista del aeropuerto, donde ahora rugen los aviones en temporada alta, dedicados a actividades que no han perdido apego con el paso del tiempo: el propio Germelqart, quién sabe, cerrando un negocio con una copa de vino, como si estuviera en el palco de La Rosaleda.

En el origen, antes de llegar al Cerro del Villar, no éramos tan distintos. Incluso, y con los fenicios como protagonistas, todo parecía civilizado. Especialmente, si se compara con la brutalidad con la que el hombre acostumbra a despachar muchos de los pasajes de la historia contemporánea. Las tribus esparcidas por la vegetación bajaban a comerciar con los recién llegados, los observaban con curiosidad, con los pies húmedos, sin que corriera la sangre, pese a la distancia casi planetaria en su manera de estar en el mundo y, sobre todo, en la capacidad de comunicarse.

Los arqueólogos Eduardo García Alfonso y Javier Noriega, que participaron en las excavaciones, hablan del entorno, el Cerro del Villar, descubierto en 1965 por el especialista Juan Manuel Muñoz Gambero, como una de las colonias fenicias mejor conservadas del Mediterráneo.

Un juicio que en la última década, pese a largos periodos de inacción administrativa, se ha convertido en una verdad científica, unánimente reconocida, con la garantía de santificación, además, de las fechas. El asentamiento de Málaga, casi paralelo al de Cádiz, data del siglo VIII antes de Cristo, y es uno de los más antiguos de esta parte de Europa. Con un establecimiento prolongado, que duró más de doscientos años, primero en los terrenos de La Rebanadilla, ahora ocupados por el aeropuerto, y después en el propio complejo, actualmente acotado.

García Alfonso, que trabaja en el departamento de Museos y Conjuntos Arqueológicos y Monumentales, explica que la llegada no fue accidental. Muy por encima en desarrollo técnico de la mayoría de los pueblos coetáneos, los fenicios sabían lo que hacían; conocían el Mediterráneo, la fama de riqueza de esta costa, su vecindad relativa con el Atlántico, con la abundancia de plata salvaje. Venían en busca de minerales, azuzados por los requirimientos de los asirios y de los egipcios, que habían encontrado en la falta de identificación colectiva una vía para ensayar el mismo modelo de sometimiento que tanto daría que hablar milenios después en la América de las colonias: respetar a las élites locales, su jerarquía y sus normas, a cambio del suministro constante de riquezas y productos elaborados.

«Los fenicios eran una sociedad estatal, pero se organizaban en ciudades y no tenían una concepción del poder territorial ni expansionista», detalla García Alfonso. Los primeros expedicionarios no eran muy numerosos. En su atracción por Málaga, destacó la vegetación, pero también la disposición de la tierra y del agua; las cercanías del aeropuerto estaban serpenteadas por canales rematados con pequeños estuarios, una especie de fondeaderos naturales, ideales para el atraque. Allí, en La Rebanadilla, los fenicios miraban alrededor y se sentían protegidos, lo suficientemente emboscados para no temer la interferencia de las tribus y, a su vez, no demasiado apartados, lo que favorecía la negociación, la curiosidad y el intercambio.

Los colonos se ganaron a los nativos de la mejor manera posible: sin imposiciones ni arrogancia, con regalos y acuerdos comerciales. En ese paraje inicial y, más abundantemente, en las orillas fértiles del Cerro del Villar, adonde se trasladaron cien años después, debido quizá a la pérdida de superficie navegable. En esos tiempos, los fenicios ya habían empezado a ser claves para el desarrollo de la ciudad y a dejar su influencia: su gusto por la alfarería, su espigado sentido por el comercio, el aceite, el vino, la salsa garum, que a menudo embelesaban a los indígenas, interesados en ofrecer a cambio lo más valioso de lo que disponían: los productos agrícolas, los metales.

Con casi el noventa por ciento del yacimiento sin exhumar, cada golpe de pala implica un nuevo relato sobre un denominador común que ya nadie discute: el valor patrimonial e histórico de los restos y del enclave. Más que una acumulación puntual de vestigios, en la zona se ha encontrado toda una ciudad, un resumen civilizatorio: casas de piedra y adobe orientadas en torno a un patio, reliquias de cerámica y hasta una avenida comercial con tiendas primitivas y con artilugios precursores de las balanzas.

A todo esto se suman dos necrópolis, la del actual polígono de Villa Rosa y la de las Marismas de Guadalmar, está última excavada por Noriega y su empresa Nerea, justo cuando empezaron las obras del acceso sur al aeropuerto. Un cementerio que deja entrever como pocos el impacto de la cultura de los colonos en los primeros pobladores de Málaga. La riqueza del Guadalhorce hizo prosperar a los fenicios, y la ciencia y el conocimiento de éstos sentó el progreso en la zona. En el Cerro del Villar y a partir del 570 antes de Cristo, en la bahía, donde fundaron Malaka, obligados a buscar refugio tras una sucesión de inundaciones. Ni siquiera el nombre de Germelqart era caprichoso: significa «siervo de Melqart», el Dios todopoderoso de Tiro. La ciudad empezó ahí, cerca de las naves industriales. Otros con mucho menos se habrían montado ya un museo de visita obligada.

Visibilidad

La visita no permite ver restos, dado que se encuentran enterrados para garantizar su conservación. Destaca el paisaje.

Recorrido

La visita se inicia en Guadalmar, en la calle Guadalhorce, vía de acceso al dique de contención del río.

Dificultad

Baja. El camino discurre por el paraje natural. Se recomienda calzado cómodo, agua y sombrero. Son 4,5 kilómetros.

Puntos

El itinerario permite contemplar el recorrido seguido por los fenicios y comprender las razones de su asentamiento.

Horario

El enclave está abierto al público de manera permanente, aunque por su orografía se recomiendan días despejados.

La pieza del Museo de MálagaUn ánfora griega entre los restos

Este ánfora griega fue descubierta en las excavaciones de 1989. Se trata del único ejemplar de su tipología que ha aparecido completo en la Península Ibérica. Estos recipientes se conocen como de tipo SOS, por los motivos la decoraban en su cuello, no conservados en esta pieza. Estas ánforas se fabricaron en talleres de Atenas, isla de Eubea, costa de Asia Menor y sur de Italia. Su finalidad era el transporte de aceite de oliva y, en menor medida, vino. Su presencia en el Cerro del Villar revela la amplia red de contactos comerciales y marítimos que tenían los fenicios asentados en la bahía de Málaga. La pieza data de finales del siglo VIII y consta de unas dimensiones de 67 centímetros. Actualmente forma parte del patrimonio que se exhibirá en la división arqueológica del Museo de Málaga, en el Palacio de la Aduana, que será inaugurado el 12 de diciembre.