Tenía una pierna exquisita. De esas que golpean la pelota como si se tratara de un objeto más noble, de las que creen en las órbitas de Kepler, en las mediciones de alcahueta, en los cálculos intuitivos. Se hizo futbolista después de los Beatles y de las Malvinas, cuando el rubio cursi de los tatuajes que jugaba en el Madrid ya era el sexto miembro de las Spice Girls e Inglaterra, tan desdibujada, estaba sedienta de iconos. Todos le auguraban una carrera legendaria. Incluso, en los veranos, en la Costa del Sol, viéndole despreocupado y jugando al golf. David Bentley iba para figura, pero en una de sus recurrentes visitas a Marbella le ocurrió lo de aquel tenista que empezó a leer a Kant y a llorar por las noches. Digamos que le dio un bajón, un ácido bloqueo filosófico, y a partir de ese momento nada volvería a ser igual. El balón se le hizo cuesta arriba y ajeno. Y eso no fue lo peor; luego vendrían las reflexiones, que si la frivolidad, que si la tontería del dinero. Lo mandó todo a hacer puñetas. Aunque con sentido protestante. Buscando alternativas laborales y económicas, yéndose antes a Puerto Banús que a una cueva.

El David Bentley que se pasea por la Costa del Sol es definitivamente otro; apenas queda nada del joven espigado que despuntaba en el Arsenal, de esa seriedad tan incomprensible e impostada que distingue a los adultos que se dedican profesionalmente a los juegos y a los niños elegidos desde muy pequeños para ser líderes. Ahora es un empresario, un tío simpático, defensor parlanchín de Marbella, de los que hablan de la provincia con pasión y desparpajo. En un castellano avanzado, lo que es una novedad. Y más en un guiri famoso y dedicado a la restauración; con la suficiente popularidad y demanda como para abastecerse en Marbella sin necesidad de conocer el idioma.

Gracias a Bentley, el de la pierna, la Costa del Sol ha podido continuar en los últimos años con una tradición que se ha revelado poderosa: la de la presencia de futbolistas de la Premier, los llamados expatriados, con tanto arraigo en el turismo desde los setenta, los tiempos del primer destape, como las sandalias con calcetines o la risa de las suecas. A diferencia de las estrellas del cine, con los figurones del fútbol no hubo, además, ningún paréntesis; con el ladrillo, con el gilismo, con la democracia y con los militares, los deportistas siguieron viniendo. Ya fuera con reclamos como el de Bentley o sin necesidad de hacer patria chica: aislados como jubilados ociosos en la profundidad de sus mansiones.

De Lineker a George Best, Paul Gascoine, David Seaman o Kevin Keegan. La lista es interminable. Mucho más frondosa de lo que indican los tabloides. En cada villa lujosa de la costa puede esconderse un jugador. Actual o del pasado. Y no es una exageración, sino una inferencia con coartada firme y estadística. Piensen, por ejemplo, en la sorpresa que tuvo que causarle a la familia de un conocido político local del PP el hecho de abrir la puerta de su caserón, situado en la zona donde vivía Prince, y descubrir como vecino a Ossie Ardiles, el habilidoso centrocampista del Tottenham que llevó a Argentina a una de sus máximas conquistas deportivas: la copa del mundo de fútbol de 1978.

La afición por la Costa del Sol de los grandes de la Premier va más allá de las generaciones: a Ardiles y sus compañeros de brega, Gleen Hoddle, Jim Smith, se unen todo tipo de contemporáneos. Algunos, situados en una posición de enlace, como el gran Trevor Francis, ganador en dos ocasiones de la Copa de Europa, que lo mismo aparece en un entrenamiento de sus paisanos que se deja ver cenando con la familia en uno de los restaurantes de Bentley. Un establecimiento convertido en una especie de reserva extramuros para los jugadores, sin perjuicio de la conversión de su promotor y jefe, en el que a menudo conviven viejas glorias con referencias más modernas como el holandés Van Nistelrooy. Otro de los asiduos, el delantero Harry Kane, eligió Marbella y el local de Bentley para darse un homenaje por San Valentín. Y suma y sigue en el descuento: con Alan Shearer, también dado a la provincia, Paul Robinson, Ashley Cole, el italiano Fabio Capello o el propio Beckham. Que no se confíen los Iniesta, los del Madrid y los de mi Atleti. Que lo mismo en su vejez, con tanta competencia, van a tener que ir a broncearse al Támesis, donde los abrigos de bruma y los relojes de niebla.