Dalí veía en ella al ángel de la melancolía de Durero. Hablaba de su esqueleto formidable, del hermoso cráneo de muerta que se ocultaba bajo una piel indudablemente joven y una melena un poco abuhardillada, con los ojos salientes como faros. Era, por tanto, su musa necesaria. Con toda suficiencia estética, difícil, incluso, de asimilar como criatura animada y autónoma. A Amanda Lear le sentaban bien los aires surrealistas; bastaba con verla al lado del artista para que pareciera emerger de una de las famosas fiebres del pintor, cerca de relojes, de huevos, de lagos. Siempre acompañada del tópico, de esa eterna racanería periodística que se conformaba con calificarla de belleza ambigua, por más que en Amanda la ambigüedad tuviera menos que ver con los misterios del sexo que con una confusión magnífica, de suntuosidad interplanetaria. Algo muy de las cosas del espacio, de David Bowie, otro de sus amantes, de sus asociaciones naturales.

Una mujer así parecería a todas luces incompatible con la cicatería de la España de Franco. Pero en estas llegaron Fraga y el turismo, cerrando los ojos a golpe de divisa, dejando los visillos negros para el país que se intuía al final del pasaje Begoña, en Torremolinos, donde empezaban a imponerse las luces de colores y los locales con penumbras ahumadas. Con Dalí todo estaba permitido. Y más si sucedía en la Costa del Sol, el contrapunto a la piedra seca de El Escorial, a la nación convaleciente. Amanda Lear, antes y después del pintor, representaba como pocos la trastienda de sombras y fantoches que inundaban los temores de los lugareños más apegados a la tradición, al ambiente irrespirable de las supersticiones y del confesionario. Es más, en este caso, toda admonición, por muy diabólica que sonara, habría pecado de ingenua. Si las autoridades morales del régimen hubieran sabido quién era en realidad Amanda Lear no habría habido crucifijos en toda la provincia para darse con alegría a las imprecaciones. Una mujer de origen brumoso, nacida en el ambiente enrarecido de los puertos asiáticos, que lo mismo cantaba que escandalizaba, unido muy a menudo a melenudos extranjeros. Algunos de futuro renombre como Brian Jones o Mick Jagger, que, junto a Brian Ferry forman parte de su lujosa plétora de novios.

En sus primeras visitas a la Costa del Sol, Amanda, que entonces respondía al sobrenombre artístico de Peki d´Oslo, todavía no se había convertido en leyenda. Faltaban años para su coronación como reina de la música disco, para los números conjuntos con Dalí para la televisión, para la portada del famoso disco de Roxy Music, en la que aparece fiel a su estilo, vestida de cuero negro, de perfil trazado por un geómetra. La cantante era entonces simplemente la artista de variedades del hotel Pez Espada, cosa que tampoco se presume menor, viendo el catálogo de nombres que desfilaron por esa sala. En esos años se la empezó a ver con el pintor, dando a La Carihuela y Torremolinos uno de sus momentos más gloriosos; Gala, que, al parecer, toleraba e, incluso, prescribía la relación, paseándose medio desnuda mientras su marido hacía el bárbaro paranoico con una rubia, entre palmeras y raciones de pescaíto. Lo narra la propia artista en Mi vida con Dalí, ese bestseller que quiso llevarse al cine y que desencadenó una anécdota impagable con Claudia Schiffer. Especialmente después de que la modelo, que iba a hacer de actriz, le preguntara ingenuamente en una cafetería quién le había escrito el libro. «¿Y a ti quién te lo ha leído?», dicen que exclamó la diva.

Amanda Lear era, y es, una artista digna del ambiente que la rodeó y que acabaría iluminando con su abigarrado magnetismo. En su carrera, como en su vida privada, hubo de todo: desde periodos ligados a la pintura hasta cine y cuentos surrealistas. Un matrimonio espiritual perfecto el que formaba con Dalí, rico en un intercambio de información que iba desde los fondos del museo Pompidou a lo último en escena cabaretera. Amanda, lengua sulfurada: «Todo el mundo se cree con derecho a escribir libros sobre Dalí porque se lo cruzó en el ascensor o porque le cortó tres pelos», diría. No le faltaba razón. Y más si se considera en un aparte la relación casi de convivencia que mantuvo con el pintor durante años. Un romance o comunión superlativa que tuvo a la Costa del Sol como uno de sus ineluctables escenarios. Ahí tienen la antítesis, por enjundia, de lo de Samantha Fox y Rafi Camino, de Mariah Carey y Luis Miguel en Marbella. ¿Rinocerontes? Más bien una época contradictoria y tupida con mar de fondo. Que no sería la última. Ni para lo bueno ni para lo malo. Hace apenas cuatro años, la artista, ya más contenida en sus apariciones, sería de nuevo localizada en un local público de Marbella. En esta ocasión, por una buena causa. Una de esas galas de regusto caritativo y decimonónico que de vez en cuando organizan las grandes señoras en Puerto Banús, con actuación incluida de Monserrat Caballé. De Verdi a las pistas de baile. De Peki d´Oslo a Amanda Lear. De Torremolinos a Marbella. Del realismo social a las vanguardias.