En lugar de verse a la divina, como es habitual en esta tierra, acabó por adquirir un perfil satanizado. Algo que, sin el enjuague automático de la ficción, hubiera desatado la ira de la diócesis y de las autoridades. Una de vaqueros en las formaciones fantasmagóricas de El Torcal. Decenas de pistoleros comandados por la mano de John Huston y de un actor albanés, señalando la médula de montañas como el escondite sinuoso de los indios, bajo el trasiego inapreciable de las cámaras. Uno se imagina el pantalón rabiosamente contemporáneo y fuera de foco de un guardabosque, las indicaciones mediatizadas por un intérprete de algún conocedor del paisaje. Y toda la barraca industrial y mastodóntica de los rodajes. Seguramente ninguno de los cientos de figurantes que participaron en las escenas supo en ese momento de qué trataba la película. Un spaghetti western que tenía mucho más de lo segundo que del tópico italianizante; raro en su crueldad. Y con un reparto tan abigarrado y lujoso como el hecho de transformar, por una de esas travesuras semánticas tan comunes en el cine, a la sierra de Antequera en la bulliciosa frontera del oeste americano.

Semanas antes de la llegada del campamento de La quebrada del diablo, un equipo de producción se desplazó a Málaga a comprobar que el paisaje no desmerecía los elogios y se adecuaba a las necesidades. En la expedición figuraba Dino de Laurentiis, al que se le vio asentir, agachado en toda su elegancia con minuciosidad de botánico, pisando fuerte para comprobar la firmeza, observando el juego de luces y de sombras. No hubo ninguna duda. Si algún lugar del mundo servía para simular un territorio infernal era ése, El Torcal, que en la película acaba siendo el monte por donde sube el ejército hambriento de sangre india y de venganza. Lo cuenta, como tantas otras cosas, el historiador Fernando Ventajas Dote, que en su estudio del rodaje se hace eco detallado de una extrañeza que desborda en múltiples direcciones. Un western con guión a lo Tarantino, en el que confluía capital yugoslavo, italiano y hasta la gente de la Paramount. Y que cuenta entre sus elementos de valor con el hecho de ser una de las pocas producciones en las que a John Huston le dio por hacer un papel de secundario frente a los focos.

La quebrada del diablo narra la revancha sangrienta de un capitán que después de tener que rematar a su mujer, herida y despellejada por los indios, deserta del ejército y acaba encabezando un escuadrón suicida para asesinar a una reserva que había huido a la montaña. Aunque sin alcanzar ese registro homicida, el desembarco de De Laurentiis y su equipo también resultó una aventura arriesgada. En primer lugar, a nivel idiomático, con profesionales reputados como el fotógrafo Aldo Tonti conviviendo con una lista de actores de nombres emergentes y de postín que incluía al director Burt Kennedy -El regreso de los siete magníficos, Ana Caulder-, contratado para hacer de auxiliar y supervisor, para tranquilidad de los inversores anglosajones, del desconocido cineasta croata Niska Fulgosi.

Gente que, con más o menos fortuna, estaba a punto de consolidar su fama: desde Richard Crenna a Ricardo Montalbán -el de Star Trek- Ian Bannen o Brandon de Wilde. La mayoría de ellos hospedados durante tres semanas en Torremolinos, distribuidos entre el Meliá y el hotel Al-Andalus. Precisamente, la distancia paisajística y geográfica con El Torcal se convertiría en el origen de uno de los expedientes más aturullados del rodaje. El protagonista sería el mismo que en la ficción, el actor albanés Bekim Fehmiu, que acostumbraba a combinar envidiables conquistas (Brigitte Bardot, Ava Gadner) con un elevado sentido para la tragedia. Ventajas Dote relata que un día en el que la lluvia bloqueó el camino de regreso a Torremolinos, Fehmiu, harto de esperar, decidió echarse al mar con una barca alquilada a un grupo de pescadores. El artista, para variar, naufragó. Fue a la altura de Playamar. Y tuvo que continuar a nado. Una peripecia que no deja de tener sustancia. Y más si se tiene en cuenta que Fehmiu había saltado a la fama por ser el protagonista de la versión televisiva de La Odisea.

El paso de la caravana de la película por El Torcal dejó otros momentos gloriosos. El más fino, el cóctel que ofreció el propio De Laurentiis al conjunto de trabajadores, en el hotel Al-Andalus. Después del chapoteo y de las ascensiones y de la costa el equipo, como era habitual, se desplazó al desierto de Almería para continuar con el rodaje, que se completaría en Roma, a puerta cerrada, en los estudios del famoso productor italiano. En Málaga la cita se estrenó en noviembre de 1971, con una cantidad ruidosa de antiguos figurantes atronando salas como el Royal o el París en busca de su reflejo en la pantalla. De todo aquello se llevaron 400 pesetas por jornada. Y la visión más demonizada de El Torcal, donde el deseo de ser piel roja era la cara poética del realismo boy scout.