Tenía que haber sido el final de la historia del arte. Una muerte enciclopédica, enunciada como un rodillo, sin absolver ninguna categoría ni planteamiento teórico, poniendo patas arriba el vagabundeo filosófico de la modernidad, cuestionándolo todo, desde el romanticismo a la noción de autor e, incluso, a las propias tramas disidentes que defendían justamente lo contrario: la pintura colectiva, sin aureola ni madre que la parió. Con Elmyr de Hory, primero con el libro novelado de Irvings y más tarde con el documental de Orson Welles, nació y se clausuró al mismo tiempo una etapa nueva para la comedia de estar vivo, un soplo en todas direcciones, que, con él como centro, acabaría por desatar una tormenta perfecta, uno de esos juegos tramposos de infinidad de caras, tan apreciados en este siglo, en la que nada parece libre del mercado de las apariencias y en la que ninguna verdad es capaz en el fondo de sobrevivir.

De Hory, incluso a veces con pesadumbre, contribuyó a la sangría falsamente definitiva de las construcciones decimonónicas. Fue el último barrido que le quedaba a la vanguardia para que la ironía se impusiese sobre las cenizas y mandara a hacer puñetas cualquier intento de afirmación. Falsificador finalmente falsificado, el artista, que se consideraba un intérprete de la pintura, al modo de los instrumentistas de cámara, consiguió levantar el mayor imperio de cuadros falsos de finales de siglo, con inéditos salidos de su mano de pintores como Picasso, Modigliani o Matisse. Y un aluvión de víctimas y de incautos que incluye desde grandes coleccionistas privados a auditores presuntamente infalibles y museos americanos y europeos de proyección internacional.

Hedonista, practicante del dandismo, Elmyr ejerció durante años en España de héroe de la contracultura. Un hombre lo suficientemente simpático y buen pintor como para desafiar al sistema y a la vez obtener la indulgencia festiva de muchos de los nombres más aposentados de la cultura. El propio Orson Welles, en su magnífica F for Fake, lo dibuja como un pícaro necesario, un cruzado seductor e irreverente que consiguió vengarse de la industria y poner al desnudo las contradicciones del mercantilismo y de todo el discurso que une al arte con el espectador. En las entrevistas, De Hory, que siempre proclamó su inocencia, sostenía que era preferible una buena falsificación que una mala pintura original. Sobre todo, para hacer más feliz a quien la contempla. Una confesión que, en todos los países, intentó llevar siempre a su máxima potencia, enmascarando tanto su vida como su pulso, imposible de seguir en los hechos contrastados. Desde su nacimiento, posiblemente falseado, como hasta en los pasos que siguió en Torremolinos, en pleno festín turístico de la Costa del Sol.

Aquí, el retrato que insinúan estudiosos como José Luis Cabrera y Lutz Petry lo sitúan en una casa de playa, con sus ademanes exquisitos e invariablementes afectados, haciendo las cosas que hacía en la querida Ibiza, paseando por la orilla con su monóculo y su cesta de esparto. A la Costa del Sol llegó en busca de su segundo paraíso, en gran parte movido por la mezcla de urgencia y pretensión vocacional que había sido una constante en la mayoría de sus desplazamientos. En la isla las autoridades le habían impuesto una condena que comportaba un tiempo de expulsión. En 1969 estaba obligado a buscar una alternativa. Y Torremolinos, con su cosmopolitismo naciente y su discreción babélica ofrecía todo lo que podía desear: un lugar en el que seguir en contacto con las celebridades de las que tanto le gustaba rodearse y con la luz y la tranquilidad que requería para continuar con sus fiestas y con su producción.

En Torremolinos el gran falsificador encontró todo lo que necesitaba. Y quizá hubiera prolongado su estancia en la provincia, con las preceptivas idas y venidas desde su casa de Ibiza, si al franquismo sociológico no le hubiera dado por perder los papeles en una operación que casi acaba por fulminar al turismo y que, para muchos, supuso a la postre el principio del fin de la primera etapa de esplendor: la gran redada contra la homosexualidad, que acabó con cientos de viajeros de todo el mundo sacados a las bravas de las salas de fiesta y en comisaría. Elmyr, contra el que la dictadura llegó a aplicar la ley de vagos y maleantes, tenía motivos para escaquearse. Y más si se tiene en cuenta su fino olfato para la evasión, que le había llevado a librarse de los nazis y del FBI. Su propio suicidio fue entendido por muchos como una maniobra de huida dramáticamente mal ejecutada; de hecho ya lo hab

ía intentado en ocasiones anteriores. y con el preceptivo remedio a la vista, para burlar la extradición. De Hory, acaso el personaje más logrado de Welles, soñando obras maestras y bebiendo Martini décadas antes de la Málaga de los museos, trazando huellas y taponando las huellas, fantasma de sí mismo en la Costa del Sol.