Fue una sangría. Superior, incluso, a la de Julio César. Una balacera como nunca antes había sufrido un turista de la Costa, a excepción de Alvin Karpis, el de la mafia, que cayó en un postrero ajuste de cuentas cuando llevaba vida de jubilado en Benalmádena. En el caso de Birendra Bir Bikram sucedió a miles de kilómetros, pero desplegando hasta aquí un extenso velo de incomprensión mezclado con la inevitable carga exótica; había sobre la noticia un rumor de licores instituidos bajo la luna, de alfombras voladoras. Que un rey muriera asesinado por su hijo en Nepal suena extemporáneo e irreal, pero no menos que ese rey, cuarenta años antes, se paseara por Málaga. Y, además, desprovisto de todo el imaginario de Mil y una Noches, con la galbana típica de jovencito de la Commonwealth, rodeado de amigos ingleses.

La presencia de un mandatario nepalí en el álbum improbable de la Costa del Sol se antoja aparentemente tan tiznada de colorido como la de los dignatarios sauditas. Sin embargo, está mucho menos documentada. Y no sólo porque prescindiera de la caravana de Rolls Royce y del generoso reparto de relojes de oro. Birendra Bir Bikram, entonces príncipe, venía, aunque con protección, en una fórmula más discreta. Ejerciendo soltería y cosmopolitismo, dentro de los viajes alrededor del mundo con los que acostumbran a adornar su primera juventud los futuros gobernantes de Asia.

Un rey y un turista tienen muchas formas de morir. Aunque generalmente menos que los pobres. La muerte, en el fondo, no es tan democrática. Se deja extorsionar por la pela, segrega las causas. Si alguien hubiera tenido que apostarlo todo al fallecimiento de Birenda Bir seguramente hubiera dejado sus monedas en la casilla de la rebelión. O como mínimo en la de la hemofilia. Y más en un siglo tan levantisco como el pasado, en el que los sistemas, incluidos los de nuevo cuño, acostumbraban a hacerse pedazos. Tuvo el monarca del Nepal la oportunidad de morir como un turista, pero también pasado a cuchillo por detractores. Sin embargo, supo sofocarlo todo a tiempo, perdiendo la vida de manera imprevista, en una reyerta familiar a medio camino entre las conspiraciones de Castilla y un plató de Telecinco dejado a su aire. Su hijo, Dipendra, se desempeñó como un Brutus exagerado: una noche, en una cena, cansado de que sus padres le impidieran casarse con la mujer que amaba, y empapado de alcohol y de droga, sorprendió a todos en los postres vestido de Rambo: se cargó a media familia, incluido al rey, montó una masacre en palacio.

Fue en 2001. Y aquello conmocionó al pueblo, que salió a protestar. Birendra había sido el artífice de la conversión del absolutismo en monarquía parlamentaria. El padre de un nuevo Nepal. Por más que eso sea difícil de creer pensando en su primera tarde constituyente en Marbella, cuando le dio por asistir a una becerrada. Los reyes parlamentarios son muy de animales. Incluido, en sus títulos secundarios, que, en lo que respecta al nepalí, afloraban con una belleza musical difícilmente superable. Resulta que Birendra, entre muchos otros rangos, era también Caballero de la Gran Cruz con Collar de la Orden del Millón de Elefantes y del Parasol Blanco. Una consideración que, por razones obvias y de incompatibilidad, jamás entusiasmaría a los borbones, con los que, no obstante, trabó amistad, hasta el punto de dedicarse alguna otra visita de ida y vuelta, con la malograda infanta dándose un garbeo por el Annapurna, décadas antes de las academias de baile y del amour fou, el de las firmas automáticas.

En su primera entrevista con Juan Carlos, en 1983, en Madrid, todo había cambiado para Birendra, que ya no era el joven heredero, sino un monarca constitucional, de corona con esmeraldas. Para la capital quedó la alfombra, el boato. Málaga tuvo otra cosa, al príncipe, a un joven casi adolescente, aprendiz tanto de semidiós como de caballero inglés, preparándose para dar el salto a las universidades de Tokio y a Harvard. En la provincia hizo nada más llegar lo mismo que todos los turistas antiguos: dejar atrás la ciudad, entonces sin demasiado interés, y dirigirse a Torremolinos, que le sirvió de punto de partida para conocer la Costa del Sol. Viajaba con su séquito y con los colegas y tutores del instituto, gente de buena familia de Inglaterra, que a buen seguro, con clásica flema, le habían metido en la cabeza lo de pasar unos días en Málaga. Antes de hacer de sátrapa a lo moderno y declararse jefe de Estado, Birendra quiso ver mundo y acabó viendo las playas. América Latina, Canadá, Francia, Torremolinos. Una ruta que hoy, más que heterodoxa, parece extraída de los laberintos ahorrativos de las compañías de bajo coste. El rey de los nepalíes, el penúltimo de la historia del país. Lo que no hicieron los maoístas lo hizo su hijo cabreado. Si lo hubiera sabido quizá habría hecho carrera en la provincia, donde las coronas que se pierden siguen figurando bien en los yates y en las fotos.