Describían la marcha como una columna andrajosa, miles de personas tirando de posesiones penosamente amarradas con cuerdas, con el miedo y el frío cortándoles el rostro. Sentían la amenaza siniestra de los barcos y de los aviones; un poco todavía incrédulos. Algunos mandando escritos de urgencia al extranjero. Otros, sin saber muy bien cómo y a quién proteger, perdidos en esa frontera cada vez más diluida que separaba a las víctimas de los espectadores.

El testimonio de la comunidad extranjera, desconectado durante décadas del público español, fue esencial para dar a conocer la salvaje represión que sucedió hace ochenta años a la toma fascista de Málaga. Escritores como Gerald Brenan, hombres de ciencia como Norman Bethune, con su hospital de campaña. E, incluso, cronistas sin tanto renombre, pero con la suficiente perspicacia y sentido histórico como para acertar con las dimensiones de lo que estaba sucediendo. En los primeros días de febrero de 1937 la ciudad vivió la mayor matanza de civiles de la que hasta ese momento Europa tenía constancia. Con motivo del ochenta aniversario de La Desbandá, el famoso exilio hasta Almería, el Archivo Histórico Provincial, dirigido por Esther Cruces, ha querido poner el acento en las crónicas y la visión de los extranjeros, a los que ha consagrado su ciclo el Documento del Mes con una exposición de papeles originales de la época. Muchos tan significativos como el que refleja la entrada en prisión del escritor húngaro Arthur Koestler.

La exposición, inaugurada ayer en presencia de la delegada de Cultura de la Junta, Monsalud Bautista, y del presidente de la asociación memorialista de Málaga, José Sánchez Gallardo, es en este sentido un conjunto de confirmaciones oficiales del oscuro anecdotario que forma parte de la literatura extranjera. Material de archivo que rubrica las penurias sufridas por gente como Koestler, pero también las idas y venidas y la convulsión que se apoderó de la colonia de El Limonar en esos primeros días de febrero.

Las hojas dedicadas a Koestler son quizá las más interesantes. En ellas se sigue el itinerario de los seis meses que vivió en España, la condena a muerte en Sevilla, donde pasaría 95 días incomunicado o el odio visceral de un militar con apellido de grandes resonancias locales, el capitán Luis Bolín. Ana Díaz, comisaria de la muestra, explica las razones de la famosa obsesión: Bolín jamás perdonaría a Koestler que le hubiera engañado en Sevilla haciéndose pasar por fascista para entrevistar a Queipo de Llano. Gracias a ese encuentro, el mundo supo de una operación que había sido custodiada con celo por los sublevados: la participación en la contienda de nazis e italianos, supuestamente neutrales. Bolín se prometió a sí mismo que mataría al escritor como si fuera «un perro rabioso». Y lo hubiera conseguido de no mediar la presión internacional y la Cruz Roja, que logró su liberación en un intercambio de prisioneros que incluyó nada menos que a Josefina Gálvez, la mujer del aviador Carlos de Haya. Para la historia, además de sus libros, quedaron esos cuatro días de encierro en Málaga, con una captura en la que también se vio implicado su amigo y protector, el zoólogo Peter Chalmers-Mitchell. Letra menuda y judicial de un periodo aciago, sin más luz que la que intentaron ponerle los grandes visitantes.